¿A qué podía dedicarse el personal sin Franco delante? En efecto, a hacer el indio. Y tenía motivo. Franco había sido puro culto a la personalidad. Me río yo de Lenin, Stalin, Castro o Mao. O del Querido Líder. Una imagen significativa, representativa de lo más odioso de nosotros mismos y tan omnipresente que terminaría por sobrevivir a su propia muerte, como el Cid. Y que mientras vivió, desempeñó en España el papel del Big Brother en 1984, la celebérrima novela de George Orwell que en su día me impresionase lo indecible. “Esto ya lo he vivido”, me decía. Lo curioso es que, desaparecida la presencia constante, abnegada y paternal de aquel Caudillo triunfal, el sentimiento que se experimentara no fuese el de un vertiginoso vacío, sino el de una alegre orfandad.
¡Marcha!
Lo que en algún momento empezó a denominarse movida habría echado a andar como impreciso desparrame mental a finales de los setenta, todavía en plena crisis del petróleo. Un seco taponazo de champán y libertad que nadie se propuso dar, pienso, pero que se dio después de años, si no décadas, pensando de manera obsesiva en lo mismo: en la política, en burlar la censura y en ser como Francia o como el United Kingdom. ¡Qué envidia de países! ¡Países “normales”!, suspiraba mi madre, que quizá por eso se casó con papá aunque fuera escocés. En España había ganas de farra, ganas de vida después de tanta muerte, ganas de salir después de tanto confinamiento, ganas de colorín después de tanto gris, ganas de chillar después de tanto callar.
Terror en el hipermercado,
horror en el ultramarinos:
mi chica ha desaparecido
y nadie sabe cómo ha sido.
¡Oh! ¡Oh!
Todo valía después del tedio, del inacabable sopor, del aburrimiento mortal, de la impostura, de la rigidez y también del miedo. En 1939, don Fermín de Pas había vencido y ganado su cruzada. Así que España llevaba cuarenta años convertida en un desierto de polvo, sudor y hierro, en una inmensa Vetusta enclaustrada, en un reclinatorio sudado, en una puñetera mierda. Se imponía ventilar, barrer y pintar de nuevo. Repensar la casa. Y no gastar mucho, porque no había.
Eso, exactamente, fue La Movida. Para nada una cosa “promovida” por el Ayuntamiento (de Madrid, se supone) ni por nadie. Y, desde luego, más que Almodóvar y el ilustre MacNamara en el Rock-Ola. Un impulso, un estado mental sobrevenido, una fiesta colectiva que dio salida a mil inquietudes, proyectos, esperanzas y anhelos muchas veces inconcretos, pero nunca estériles: aunque fueran muy distintos, se estimulaban entre sí. Movida es un joven Fernando Trueba hablando delante de una cámara con Chicho Sánchez Ferlosio. Movida son los futuros Faemino y Cansado cantando en la calle “las muñecas de Famosa se dirigen al portal” al compás de una guitarra y una chicharra, que mira que hay que tener cara. Movida es el dibujante de tebeos Sento Llobell sacando adelante con la complicidad de toda Valencia su Gulliver tamaño natural, que en realidad era, y por fortuna aún es, un parque de atracciones. Movida es Antonio Muñoz Molina llegando a la vieja estación de Atocha, la que sale en las películas de Paco Martínez Soria, desde Baeza, o desde Úbeda, no sé, con un original bajo el brazo. “Vine a Madrid a matar a un hombre…”. Movida es el Punto Once de los Pactos de La Moncloa, duramente negociado entre ceniceros desbordados, cartones de Ducados y litros de café, el punto que permitió sembrar de institutos de bachillerato la geografía española. Eso, el Punto Once de los Pactos de La Moncloa, y no La Movida, fue lo que cambió España. Confundir La Movida con sus imágenes icónicas, como la de Alaska y los Pegamoides cantando su «Horror en el hipermercado» o la de Umbral cruzando la noche con su bufanda roja y una barra de pan bajo el brazo es confundir el Todo con sus partes más espectaculares. Y es que el espectáculo es el problema de los media. De los mass-media, como se decía muy mac-lujianamente entonces. Los media necesitan pintoresquismo, “espectáculo” lo llaman, para fijar el foco, ahorrar espacio y, sobre todo, explicaciones complicadas. Los media quieren imágenes icónicas, edificios emblemáticos, ídolos del pop, escritores macarras, ilustrar la noticia, grafismos que chillen y titulares vistosos. Eslóganes. El viejo instruir deleitando horaciano llevado a la caricatura, llevado al extremo de convertir el aburrimiento en estigma y aburrirse, en falta moral. ¡Con lo sano que es aburrirse, señores! “Cuando te aburres, discurres”, dijo no sé quién un día inspirado que tuvo. Y si no lo dijo, debiera, porque es verdad: del inmenso y soporífero aburrimiento franquista, al fin y al cabo, brotó La Movida. ¡Horror en el hipermercado!
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