A las cuatro de la mañana de un día de abril de 1992 un coche paraba en la puerta de la Venta del Canario, a dos kilómetros de San Fernando, Cádiz. Camarón de la Isla tenía antojo de dos huevos fritos con longanizas, y el dueño, Manuel Amaya Quintero, era quien mejor le daba cobijo al gitano. Acababa de aterrizar con La Chispa de Estados Unidos, de la Clínica Mayo de Minnesota, con una sentencia de muerte bajo el brazo. Ella le convenció de que no era hora de despertar a nadie. Le quedaban un par de meses de vida.
Las 525 personas que le escucharon (aforo completo, a 4.000 pesetas la entrada y 25.000 en la reventa) no sabían que Camarón tenía cáncer de pulmón. No lo sabía tampoco Tomatito, que le acompañó con la guitarra una noche más. Sí lo sabía el propio José Monge Cruz. Aquellas 525 almas presenciaron el último prodigio del mesías, cuya actuación fue grabada en disco compacto. Ahora se oye como un obituario y una aparición. Ante tanto ole del respetable, alguien riñó en voz alta: “A ver, señores, que en misa no se habla”.
Y aquí conviene aclarar. Escribir en serio sobre Camarón obliga al pudor de esquivar la mitomanía, pero al mismo tiempo fuerza a visitar la peor hipérbole posible: la de Camarón como deidad. No hacerlo sería peor. No hacerlo sería pelearse con la verdad.
El rey de los gitanos vestía alhajas y se escondía detrás de una barba y de un pelo largo en ondas y caracoles. No hacía falta ninguna túnica para completar la semblanza. Su voz fue la piedra sobre la que edificó su iglesia. Su garganta era una cuchilla que separaba la miel en dos mitades. Una afinación de fragüero, una dulzura de otro mundo. Y encarnó con misterio el sentido primario del flamenco: el dolor. “El flamenco es una pena”, definió él mismo, con su sencillez habitual de palabra. Lo llama Francisco Peregil El dolor de un príncipe en su extraordinario libro homónimo (Libros del K.O.), que está escrito con un maravilloso desorden muy flamenco. Y más celestial se hizo el hombre cuanto más se aproximó a su martirologio, que fue la enfermedad. “Parecía imbuido por una gracia divina. Parecía Jesucristo, y Tomatito, a su lado, su apóstol”, afirma Carlos Saura, que le hizo cantar, ya muy enfermo, en su película Sevillanas (1992). “Quizá también porque tenía ya conciencia de que iba a durar poco”. Llevaba años y años fumando cuatro paquetes diarios.
Pero acaso la dimensión más abrumadora de la divinidad de Camarón eran sus propios seguidores. El fenómeno trasciende la idolatría. Las madres le llevaban a sus hijos enfermos para que el hombre los sanara tocándolos. “Un psiquiatra que trató a Camarón sostenía que tenía que drogarse para soportar la presión del pueblo gitano”, cuenta Ricardo Pachón, productor de La leyenda del tiempo, un disco inspirado no por el vino sagrado sino por el mosto de Umbrete y el LSD. No tenía Camarón forma humana de comprender, de soportar, ser un Maradona del cante, aunque no se le escapaba el destino trágico de su pueblo. “Dicen que Jesús era gitano. Yo no lo dudo”, dijo una vez, subido a una azotea de La Línea de la Concepción, con el sol todavía en la cara. Y encima se le ocurrió morirse.
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