El escritor francés Laurent Binet presenta estos días su novela Civilizaciones, donde imagina una ucronía basada en una hipótesis, cuando menos, polémica: fueron los incas quienes conquistaron Europa. Vaya por delante: intentaré leer la novela. Me atrae, me llama la atención. Veremos cómo funciona este artificio narrativo. Ahora bien, uno examina las diversas entrevistas que se están publicando estos días y se encuentra, puestas en su boca, perlas como estas: «Con los incas tendríamos seguridad social desde hace siglos», en su imperio detecta «una especie de protosocialismo», o «los incas son como los romanos: dejan a la gente que siga con sus costumbres previas». Sorprendente.
Parece que Binet se deja empujar por el viento de cola moralista que domina occidente. La literatura contemporánea se apunta a esa especie de buenismo ilustrado: todo por los desfavorecidos, pero sin los desfavorecidos. El imperio español desempeña, en esta pantomima, un papel de villano: ellos masacraron a los incas, que eran el paradigma del buen vivir, la Arcadia de la historia, relegados a su papel de cultura desfavorecida que pretendemos resarcir. Pero resulta que Pizarro se hizo con el Cuzco al mando de 190 españoles y apoyado por más de 30.000 indios muiscas, cañaris y chachapoyas. Dicho de otro modo, Pizarro se apoyó en 30.000 hombres que estaban hasta el gorro de ese «protosocialismo», de esa «seguridad social» que con esfuerzo y mano blanda supuestamente habían instaurado los caudillos. No debía de ser una Arcadia fácil de habitar, visto lo visto, y sople como sople el viento de cola.
Sorprende también, por cierto, que el autor compare al imperio incaico con «los romanos: dejan a la gente que siga sus costumbres previas». Principalmente, porque los romanos se imponían en ámbitos como la lengua, el derecho, la religión o las carreteras. Cuatro imposiciones que, dicho sea de paso, bienvenidas sean al acervo hispánico. Julián Marías definió mejor que nadie este hecho: para el filósofo, los imperios romano e hispánico practicaban el injerto, es decir, insertaban el terreno colonizado en su propia cultura social, con sus matices y sus riquezas; mientras, otros imperios, como el inglés, practicaban el trasplante, es decir, exterminaban el sustrato para imponer su sistema sobre las cenizas. Véase el estado actual de cualquier cultura criolla en América del Norte y del Sur para comprobar esta diferencia.
Volviendo al meollo, pareciese que el lector de hoy reclamara para sí una justicia etérea, nubosa, basada más en imágenes que en hechos. Si en algún momento la literatura pretendió cambiar el mundo, la contemporaneidad pretende cambiar no el mundo sino la manera en como el lector lo concibe, satisfacer su cuota de conciencia revoltosa, saldar las facturas de su ética de mercadillo. Quizá por esto caen las imágenes. Caen las estatuas, caen los títulos de las novelas, caen los libros que no se adaptan a la ética dominante y los incas desembarcan, por fin, en Europa con poderoso ejército. Mientras, emergen los populismos, la sociedad se polariza y el conflicto social se masca más que nunca. Pero el lector tiene, y eso es lo que importa, cubierta su propia cuota de moral ficticia.
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