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Y no se agota

Imagen de portada: Nicolás Muller

De ambos lados

Del lado de acá estaban Montaigne y Proust, Flaubert y Balzac; estaba Quasimodo haciendo redoblar las campanas de Notre Dame y estaban los buquinistas vendiendo sus libros usados a lo largo de los muelles del Sena; estaba el atardecer de diciembre en Burdeos y estaba el verde oscuro de las campiñas del Périgord; estaban los días azules de Collioure y las sombras de la maternidad suiza de Elne y las arenas hermosas y trágicas de la playa de Argelès-sur-mer; estaba una primavera adolescente y estaba el borracho que nos increpó aquella noche errática en una esquina del Boulevard de Sébastopol; estaban cierta plaza de Toulouse y una tumba en Montauban; estaba la magnificencia gótica de Orleáns y las rimbombancias de Chambord y la discreta belleza de las calles de Amboise; estaban el antiquísimo baptisterio de Poitiers y el demonio que sujeta una pila de agua bendita allá en el corazón de los misterios; estaban los caminos que una vez fueron fronteras y las luces ilustradas que alumbraron principios irrenunciables; estaban los plácidos canales de Narbona y las nocturnidades conspicuas de Montmartre; estaba la comedia humana desplegando sus cuatro puntos cardinales y estaba la bohemia refugiada en buhardillas tras las que se pertrecha la ilusión de una vida posible e improbable;  estaban las autopistas eternas que atraviesan planicies desoladas de hierba y cielo, y estaban las carreteras serpenteantes que van trepando por montañas contra las que se estrellan nubes armadas de diluvio; estaban las baguettes, y los croissants, y algunos vinos y unos cuantos quesos, y esas palabras que llegan al oído como un arrullo benéfico. Del lado de allá estaban Borges y Cortázar, Storni y Arlt; estaba Mafalda haciéndose preguntas que nos explicaban y estaba el gaucho Martín Fierro rebelándose contra las inclemencias del destino; estaban las librerías de Corrientes abiertas aun cuando los relojes habían traspasado las fronteras de la medianoche y estaba el parque Lezama murmullando letanías alrededor de héroes y tumbas; estaban los brindis con amigos y la tanguera que intentó estafarme en el babel multicolor de Boca; estaba el garaje en los bajos del edificio que acogió un picadero ilustre y estaba la profecía de Discépolo, eternamente autocumplida; estaban Gardel con su frente marchita y la joven que viaja en el colectivo que va desde González Catán hasta la cancha de su equipo pasando por Laguna; estaba ese río que parece un mar y estaban los rascacielos de Puerto Madero ejerciendo la tutela sobre sus aguas turbulentas; estaban las tabernas ajadas del barrio del Abasto refugiando melancolías tangueras, y estaba el eco del dialecto lunfardo resonando en esquinas a las que mejor es arrimarse lo estrictamente necesario; estaban las melancolías emigrantes y las ambiciones cosmopolitas; estaba el fragor de las avenidas mastodónticas que atraviesan de norte a sur y de este a este una ciudad tan fascinante como contradictoria, y estaba la placidez insospechada de los Bosques de Palermo en una mañana dominical de primavera; estaba un continente y estaba una promesa, y las palabras garabateadas en un hotel al caer la noche, y los paseos solitarios entre edificios babilónicos, y la ausencia palpable de los desaparecidos en los años del oprobio, y el lamento de sus madres, y la imaginación que resiste cuando no quedan otras tablas con las que salvarse del naufragio, y el jolgorio y la resignación que se anudaban envueltas en esa forma de hablar español con acento italiano, en ese hábito de dirigirse al recién llegado igual que si se lo conociera de siempre, como si llevase allí toda la vida. Tenía a un lado y a otro razones suficientes para abonarme a la equidistancia y evitar la enojosa obligación de tomar partido; motivos fundamentados en los que sostener una imparcialidad que me evitara inclinarme por una camiseta u otra en cuanto las dos selecciones saltaran al césped para dirimir el encuentro decisivo del Mundial. Tantas cosas vinculan mi educación sentimental a Francia como factores la atan irremediablemente a Argentina, y esa circunstancia me permitía sentarme en el sillón y disfrutar de la final con esa comodidad tranquila que otorga la impasibilidad. Y sin embargo, terminé jaleando a los segundos por una cuestión elemental —no es baladí el hecho de compartir un mismo idioma— y otra más discutible, pero creo que, a fin de cuentas, atinada: para los franceses la Copa del Mundo habría constituido una alegría, pero para los argentinos suponía, como se ha visto, mucho más; y yo también pienso, igual que aquél, que los pueblos condenados a cien años de soledad merecen tener de vez en cuando una oportunidad sobre la tierra.

Se interpone tu sombra

"Soy capaz de reconocerlo en estos versos que ha escrito y que se van sucediendo ante mis ojos"

Creo que me habló de él por primera vez este verano, en un suave atardecer madrileño en que nos encontramos aprovechando que tenía yo que pasar por la ciudad, y lo hizo con un desapasionamiento que me sonó a la vez extraño y familiar: sé bien lo contradictoria que es esa sensación que asalta cuando un libro propio está a punto de llegar a las librerías y lo que durante mucho tiempo fue algo absolutamente íntimo y desconocido para quienes nos rodean, incluidos los más próximos, está a punto de hacerse público. Uno siente entonces una mezcla de alivio y de desdén, como si por una parte comprobara que el esfuerzo derrochado a lo largo de meses o años va a servir para algo al fin y, a la vez, pareciera como si lo que se obtiene carece de valor una vez que se ha logrado, o que no es equiparable la recompensa al trabajo que hemos desempeñado para merecerla. Recuerdo los pormenores de aquella conversación de hace unos meses ahora que acaricio mi ejemplar de Noticias del otro lado y veo, bajo el título, el nombre de Lorenzo Rodríguez Garrido. Lo edita Reino de Cordelia, con su delicadeza y su rigor habituales, y trae un prólogo firmado por Luis Alberto de Cuenca en el que, ya al final de la segunda línea, encuentro una frase memorable: «Escribir contra algo resulta más alentador que quejarse de algo». Nunca he creído ser un buen lector de poesía —o mejor dicho, desconozco si poseo los conocimientos y el bagaje necesarios para enfrentarme a ella desde una perspectiva crítica y supuestamente objetiva— y no me considero en posesión de la lucidez necesaria para elevar sobre el poemario dictámenes tan atinados como los que el propio Lorenzo, a petición mía, acostumbra a hacer de mis novelas. Tampoco me preocupa mucho porque enseguida constato lo esencial: soy capaz de reconocerlo en estos versos que ha escrito y que se van sucediendo ante mis ojos como un retrato en tiempo real del desamor y también de lo que va quedando cuando éste se extingue y deja como recuerdo los vestigios melancólicos de un desmoronamiento irremediable. Veo en esas palabras al amigo con el que he ido compartiendo confidencias y pareceres desde que nos conocimos en febrero de 2011 a la sombra de la Gran Vía, en una cervecería de Jacometrezo —«Se me hace raro pensar una década», dice en uno de sus poemas, y al leerlo me doy cuenta de que, en efecto, es extraño comprobar lo mucho que hemos remado desde entonces—, y admiro su capacidad para transformar lo personal en colectivo y hacer universal lo intransferible. «Entre mi cuerpo y yo / se interpone tu sombra», empieza uno de los poemas que más me gustan de este libro magnífico en el que acierta a escribir lo que alguna que otra vez habríamos querido escribir cualquiera de nosotros.

Con viento norte

"A pesar de su naturaleza alimenticia, las imágenes de Muller despliegan esa belleza que emana de una sensibilidad que está por encima del talento"

Tenía Nicolás Muller unas seis décadas a sus espaldas cuando encontró en el oriente de Asturias su Arcadia particular. Llegó a la aldea de Andrín con la intención de retirarse, tras una biografía tan prolífica como accidentada que había dado comienzo en el antiguo imperio austrohúngaro y se fue desenvolviendo por media Europa hasta que Fernando Vela, secretario de Ortega y Gasset, lo puso en contacto con la Revista de Occidente y propició un feliz encuentro que determinó al fotógrafo a instalarse en Madrid. Por esa fecha comenzó a recorrer España para realizar instantáneas encaminadas a ilustrar un proyecto editorial que se acabaría materializando sólo a medias y cuyos frutos se pudieron apreciar en toda su grandeza hace unos meses, en la exposición que acogió el Museo de Bellas Artes de Asturias con el título de Viento norte. Bajo ese mismo epígrafe sale un libro publicado por la editorial Materia en el que las imágenes que Muller tomó durante aquel largo viaje que lo llevó por Galicia, Asturias, Cantabria, Euskadi y Navarra se muestran en toda su plenitud y desvelan sus intenciones primigenias, aquéllas que en ocasiones quedaron devaluadas por los límites que el diseño imponía a la maquetación. Hay en esas instantáneas una lógica atención sobre el paisaje, pero también por las personas que los pueblan y, por lo tanto, los explican y les confieren su sentido. Son presencias que unas veces se sitúan en el primer plano y otras ocupan un papel secundario y hasta circunstancial o anecdótico, pero siempre se desvelan fundamentales para captar el significado profundo de lo que se nos muestra. Al revisar ahora esas fotografías, más de medio siglo después de que se hicieran, se siente uno como si acompañara a su autor en ese itinerario que fue espacial —del oeste peninsular hacia el este, desde el pescador que mira entre divertido y arrogante al objetivo en un muelle de La Guardia hasta el sacerdote que se aleja solitario, las manos anudadas a la espalda, por una calle estrecha de Pamplona— y que lo es ahora temporal, porque en esas fotos se refugian los contornos de lugares que han dejado de existir tal como eran y se mantienen vivas las esencias de oficios que en algunos casos también han quedado orillados en el avance por los caminos del progreso. A pesar de su naturaleza alimenticia, las imágenes de Muller despliegan esa belleza que emana de una sensibilidad que está por encima del talento y tiene que ver con la capacidad para reconocer aquello que merece la pena conservarse y desdeñar lo superfluo, o lo prescindible, o lo agotado, pero también para extraer los rasgos que subrayan su excepcionalidad, a menudo oculta o replegada. Puede que fuera esa lucidez que se adivina tras los instantes que inmortalizaron sus ojos la que llevó a Muller a huir del mundanal ruido, cuando aún tenía fuerzas y entendimiento y gozaba de reputación y reconocimiento y prestigio, al rincón extraviado entre montañas en el que dejó pasar la mayor parte de los que fueron sus últimos años como una suerte de eremita descreído que había visto caer imperios y nacer épocas nuevas y había concluido que en todo ese proceso de creación y destrucción que define la andadura de lo que conocemos como civilizaciones lo único que permanecía inalterable era siempre lo mismo: el ser humano y su soledad inconsolable; la vida y su necesidad de abrirse paso en medio de los inconvenientes; el espectáculo fugaz de la existencia, que empieza y termina y, sin embargo, no se agota.

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