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¿Y por qué me habla usted así?

¿Y por qué me habla usted así?

El teatro nunca se ha detenido mucho a preguntarse cuál pueda ser el habla que caracteriza a los distintos personajes que intervienen en una función. Y eso que el teatro es palabra dicha y el habla parte sustancial de la identidad, por no decir toda la identidad, muchas veces muy marcada y siempre distintiva, de cada hijo de vecino. Un camionero gallego que resida en Valladolid nunca hablará igual que su suegra. Ni siquiera igual que un profesor sevillano —y de griego, encima— que lleve años en Granada. Tampoco Carmen lo hace igual que Nuria ni Pedro igual que Juan, porque todos somos distintos, todos somos lo que hablamos, lo que echamos por la boca, o sea, lo que decimos. Y de modo especial, como lo decimos.

A cada cual, su habla.

"Los españoles se acostumbraron a oír en la pantalla un habla estándar que nadie usa en la calle. Y a no oír, desde luego, gallego, catalán ni vasco"

Sorprende que, caricaturas aparte, la tradición teatral nunca haya considerado seriamente, de manera metódica y habitual, el habla. En España no ayudaron las guerras, ocho entre 1808 y 1939, una detrás de otra (cuando no se solaparon), así que durante ciento treinta años tuvo la gente cosas mejores en que pensar. Tampoco ayudó que después de la última guerra de todas, sólo doce años después de inventarse el cine sonoro, se impusiera el doblaje cinematográfico. Es decir, lo impusiera por las bravas, por ley, te guste o no, la inapelable Orden del Ministerio de Industria y Comercio del 23 de abril de 1941, según informa el crítico y comentarista cinematográfico José Luis Castro de Paz en un interesantísimo trabajo sobre el cine español de postguerra titulado Un cinema herido: Los turbios años cuarenta (1939-1950), publicado por los señores de Paidós, de Barcelona, en 2002. La mencionada orden ministerial prohibía la comercialización de películas en otro idioma que no fuera el español, a imitación de Mussolini, que diez años atrás, en 1930, había promulgado en Italia una ley “de defensa del idioma”, nada menos.

A ochenta años vista podemos asegurar que la medida fue una puñalada. Si uniformó el habla de los personajes de la pantalla, uniformó también el “gusto” del público. Los españoles se acostumbraron a oír en la pantalla un habla estándar que nadie usa en la calle. Y a no oír, desde luego, gallego, catalán ni vasco. Pese al “realismo” que se atribuye a la puesta en escena cinematográfica, los espectadores asumieron encantados el habla monocorde de unos personajes “marioneta”, siempre la misma, con independencia del personaje, su historia, su estado de ánimo, origen social o procedencia geográfica. En la vida real nadie ni nada es monolítico nunca, pero aun así el público español asumió sin problemas que todo el mundo tuviera siempre voces españolísimas, aterciopeladas y perfectas, como las de los grandes monstruos de los escenarios —inolvidables Guillermo Marín, Manolo Dicenta, Merlo, Rodero—, que cuando abrían la boca se paraba el mundo y no había más, como si hablara Dios, que en los seriales radiofónicos siempre era, por cierto, Teófilo Martínez y en las películas Felipe Peña, que lo mismo le ponía voz a la zarza ardiente del Sinaí que a Hal 9000 rumbo a Júpiter. Total: un singular precedente del horror vivido en los últimos años del siglo XX, cuando Dirty Harry, Darth Vader, Terminator y nada menos que el calvo del atún hablaron igual, y todos contentos. “¡El Horror! ¡El Horror!”, que decía el solemne doblador de Marlon Brando en Apocalypse Now. Así las cosas, el público terminó dando por sentado que Bogart, Marilyn y compañía sabían español, lo cual es el colmo de algo que me niego a calificar aquí.

"Por fortuna, esto de las hablas de los personajes va cambiando, sobre todo en el cine"

El único matiz en este desfile de impostada perfección vocal es un limitado número de, digamos, “acentos” más falsos que una moneda de cinco euros y que definían, marcaban y denotaban “personajes” característicos, supuestamente “populares” y “graciosísimos” las más de las veces: “mariquitas”, “andaluces”, “madrileños” o unos “guiris” de guardarropía que hablaban siempre como Stan Laurel. Y poco más. Así, cuando un personaje decía, por ejemplo, “escolta” y forzaba un poco las “eles” era inequívocamente catalán e inequívocamente tacañete y el patio de butacas se partía la caja. Inolvidables en este sentido, congelados para siempre en el tiempo eterno del celuloide, los criados negros del doblaje de la película Lo que el viento se llevó, que se pasan la película hablando como el manisero, pese a su pretensión de encontrarse en la severa Alabama del siglo XIX. O el aragonesismo de Paco Martínez Soria, denotativo de una cazurrería “entrañable”, a mayor gloria del sensato paletismo de su personaje, siempre enfrentado a los disparates que imponía la modelnez a la España franquista del desarrollo, España rancia, encantada de haberse conocido y feliz en su “autenticidad” paleta cual precuela de los actuales nacionalismos pedáneos.

Por fortuna, esto de las hablas de los personajes va cambiando, sobre todo en el cine. No aspira uno a que se conviertan en rutina ejercicios como el en su día muy alabado del actor James Fox, que cambió su acento británico middle class por el de un joven heredero texano de pueblo en la película La jauría humana (The Chase, 1966). A lo que sí aspiramos es a que se consideren estas cosas ante cualquier puesta en escena y, después de sopesarlas, se tengan en cuenta (o no), así sea mínimamente, como hicieron tío Luis (Buñuel) y Paco Rabal hace sesenta años en la película Nazarín, un Galdós magníficamente trasplantado a México y en el que el protagonista, aún siendo gachupín, ha asumido después de muchos años de inmigrante el habla popular mexicana. O como tantos brillantísimos actores argentinos que incorporan indistintamente personajes gayegos y sudacas sin que en ningún momento los traicione, ni siquiera un poquito, su propio acento personal. O lo que hiciera Javier Bardem, hijo y nieto de actores, en la película Mar adentro, al recrear el habla de Ramón Sampedro, el personaje protagonista, y no digamos su compañera de reparto, la madrileñísima Lola Dueñas, hija del inolvidable Nicolás Dueñas y “chica Almodóvar” (es decir, excelentísima actriz) que en esa misma película se transformó literal y mágicamente en una joven del rural gallego.

Tanto como lo que decimos cuenta la manera de decirlo, sea por escrito, sea hablando. Y hay muchas maneras de hacerlo, tantas como personas. Hay tantas maneras de decir, en resumidas cuentas, como personajes.

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