Uno empieza a escribir poesía porque le derriban una casa. Son muchas las causas que conducen a la escritura, pero que le echen a uno abajo la casa familiar es de las mejores, o de las peores, según se mire. Y no es que entregarse a la hoja en blanco se imponga como herencia inmaterial —nunca insustancial— para hacer justicia, aunque sea poética, a la villanía de borrar del mapa un paisaje enladrillado de afectos y memoria: es más que eso. Es un mandato que se nutre de dramas cotidianos como el derribo de una arquitectura familiar que se arruina sin remilgos cuando quienes se hacen con la propiedad nada conocen de la historia de sus antiguos moradores. Es ley de vida. No hay que inventar que pudiera haberle pasado a José Carlos Llop (Mallorca, 1956), porque le pasó. Por suerte, la concepción autobiográfica del quehacer poético de uno de los últimos grandes poetas insulares con los que cuenta la poesía española juega a su favor, en la medida en que, para él, “un poema es siempre un fragmento de la vida de quien lo escribe”, como contaba el propio poeta en el introito a la primera reunión de sus versos en Poesía, 1974-2001 (Ediciones Península, 2002). Un rostro, una casa, todo es lo mismo cuando se trata de fijar la vida en sílabas contadas.
Mediterráneos viene a ser el acopio de recuerdos y pasiones de un poeta que bien pronto llegó a la certidumbre de que en lo vivido cabe esa otra vida que no tenemos, bajo el mandato de que debemos perseverar en su conquista: “el tiempo es uno / y no hay paraísos perdidos, / sólo miradas que han perdido el brillo”. Porque de miradas se nutre la poesía de José Carlos Llop, de miradas propias y extrañas. Las propias tienen que ver con el mundo iniciático de los libros, del cine, de la música, las chicas y los bares, luego del amor y de ciertos paisajes del alma que vemos reflejados en algunas latitudes y geografías familiares; las ajenas son las que nos leen, las que nos miran, en las que buceamos para reconocernos, “ojos donde mirarnos y creer / que somos mejores de lo que fuimos y somos”. No es más que aquel cielo infernal garcilasiano que tanto bien sigue haciendo al dar esperanza al sinsentido e ilusión a lo baladí. Desde los primeros versos fechados a principios de los años setenta hasta los últimos que recoge esta segunda recopilación poética que aterriza ya en la era postpandémica. Y en medio de todo ello, los libros, que nunca traicionan, que nos leen mientras los leemos y, sobre todo, que nos fundan.
Mucho se ha dicho de la poesía de Llop, y mucho se ha insistido en su culturalismo, que existe, desde luego, pero más como realidad que como tendencia estética. El poeta obra como su querido Cyril Connolly, convirtiendo el buen gusto en una suerte de brújula moral y trazando un mapa de afectos sobre los paisajes que otros escribieron. Casi a modo de defensa o de admonición, él mismo canta que “a eso lo llaman algunos críticos / culturalismo, como si la vida / fuera ajena a sus metáforas, / o el hombre pudiera vivir a espaldas / de lo que ha sido y es”. Uno ve lo que sabe ver, y es verdad que hay quien ve más que otros, y más lejos, y más hondo. Y no hay remedio. Llop ha reunido dos décadas de su poesía última y ha incluido el libro inédito El árbol de los cormoranes, que corresponde a la producción que va de 2014 a 2019. Hay en todos estos poemas menos tabaco y más vida, más familia, aunque también más muerte, en aquella idea ancestral de que el sueño con la muerte otorga más vida a quien la sueña. El poeta mallorquín, que ya dejó atrás hace tiempo la línea de sombra y se aproxima a la de penumbra, ve que cada vez van siendo menos los interlocutores con los que compartir el regalo de la vida, la agenda se adelgaza y los amigos se obstinan en visitar a Caronte con demasiada frecuencia. Hay sin embargo tiempo para seguir inventando afectos, para resistir la desesperación —aquello que Juan Luis Panero llamaba Juegos para aplazar la muerte—, así como espacio para el viaje y el recuerdo (esta vez les toca a la hermosa Nápoles en forma de Intermezzo, a la redescubierta Burdeos, a la casa familiar de Sa Marina, de la que hay que despedirse, para poner un cierre cavafiano en forma de crónica en recuerdo de tiempos pasados y consejo para tiempos venideros: “Pasad a la ciudad / si los bárbaros os dejan. / Pero escuchad sus crónicas. / Tal vez sean las crónicas / del fin del mundo / tal como lo conocemos”. Es así como uno sigue escribiendo poesía, porque se muda de casa, o de mundo, que casi siempre viene a ser lo mismo.
La poesía del autor de Oriente continúa su senda meditabunda, narrativa, irónica, elegíaca, errante, pero se ha hecho menos locuaz, mientras ha ganado en esencia y hondura. Persigue los mismos sueños, vive en la misma caída, pero ya ha descubierto con firmeza el perfil de su salvación: la poesía, ante todo, un oficio de vivir en el que encuentra la felicidad negada en ocasiones. Su quehacer poético insiste en dar peso a la intuición, aquí más que nunca. Hace tiempo que no le importa compaginar la música de la lengua catalana con el decir castellano (él mismo traduce sus poemas, como hacía el llorado Joan Margarit), siempre al amparo de la “vieja manía de las palabras”, que son las que siguen socorriendo en la interpretación de esa tríada que en él queda fijada por el amor, la muerte y el tiempo. La biografía se hace aquí autobiografía, en el sentir de una iluminación que parte de la historia personal y se adentra en el misterio poético a través de lo cotidiano. Es la necesidad de una historia próxima que alumbre lo universal desde lo particular, aunque en estos últimos años la creación de Llop se nutre a su pesar de la pérdida y el dolor que ocasionan las despedidas, siempre tan difíciles. Es aquel lugar “donde una parte de nosotros / se quedó para siempre / y es esa parte la voz del poema”.
Estos Mediterráneos siguen poblados de torcaces, cuervos, gaviotas, cabras, golondrinas, cigarras, grillos, avispas, liebres, también de algarrobos, higueras, encinas, mimosas, parras, fresias, rosas, lentiscos, madroños, asfódelos, cipreses, nopales, pinos, datileras y mar, fauna y flora, pero siempre el mar. El mar de Ulises, el de la Odisea, el del regreso a la simiente, el mar de luz de terracota, el mar como patria, del mismo modo en que lo es también la infancia. “Una casa junto al mar es el poema”, nos dice enarbolando nuestra estirpe clásica y viajera, pero también es ésta “la tierra de la vida sabia y la pulsión cruel”.
Cabe en estos poemas la crítica literaria (“Histoire d’O”), la confesión y la disculpa (“33 estius/veranos”) o el agradecimiento desde el dolor (“Tríptico de Sa Marina”). Y aparecen Rilke, y T. S. Eliot, y Cavafis, y Homero, y Gauguin, y Fauré interpretado por Charles Owen, y Bergman, y no aparece Ravel tocado por Truls Mørk, pero podría. Porque el poema es para Llop música, ante todo, la más misteriosa de las artes junto con la poesía, que de ella nace. “A la música del poema / entrego mis mejores horas y a su placer / debo también lo mejor de mí mismo”. A la poesía se la espera, aunque surge de un modo insospechado, sin intercesión de la voluntad, un misterio que nace de la revelación, como los frescos de Pompeya, como la escórpora de Miquel Barceló que ilustra la portada del volumen. Llop traduce a otra música, a otro idioma, su Quartet (2001-2002), que nació en catalán y lo vierte al castellano con la misma solvencia que conociera el original para quienes no viven el placer del bilingüismo.
Este paseo por los muchos mares contenidos en Mediterráneos es más un estado del alma que un espacio geográfico concreto. Poemas que evocan la vida, recuerdan los placeres, avisan de la muerte y muestran los estragos de tanto afán por persistir en el empeño de seguir latiendo. La ruina será el precio por lo vivido, por lo amado. Pero si amor es “decir mi vida / y que sea verdad” ya podemos darnos por pagados. Qué sencillo. Qué difícil. Confesar que quien esto firma se ha quedado durante más tiempo del razonable a vivir en estos poemas sería vanidad probada, pero también sería cierto. Y es que uno nunca sabe dónde fundará su segunda residencia en la tierra. Habrá que ir reconociendo que ahora que la vida se ha convertido en otra cosa, la lectura de la poesía de José Carlos Llop tiene mucho de epifanía, pero también de sosiego. Es como cuando se escucha un blues, que reconocemos en el canto del dolor ajeno nuestro propio dolor. Sentimos entonces que no estamos solos. Y eso nos salva.
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Autor: José Carlos Llop. Título: Mediterráneos: Poesía 2001-2021. Editorial: Fundación José Manuel Lara. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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