Las sagradas historias
Nunca había reparado en que el primer libro importante con el que me crucé en mi vida fue una biblia. No la leí, porque debía de andar yo por los seis o siete años cuando la saqué por primera vez de la estantería en la que su lomo grueso y su encuadernación rimbombante destacaban sobre el resto de volúmenes que compartían su mismo anaquel. Se ocupaba de contármela mi abuela Esther —que era su propietaria, se la había regalado mi abuelo no sé si cuando se prometieron en matrimonio o ya una vez casados— en las largas tardes de invierno que pasábamos sentados alrededor de la mesa camilla que presidía su pequeña sala de estar. Mientras yo miraba las láminas ilustradas que se intercalaban entre los gruesos bloques de texto, ella me iba relatando los pasajes a los que hacían referencia y, con la paciencia que le confería su dedicación a la enseñanza, procuraba dar respuesta a las preguntas que se me iban ocurriendo, que eran bastantes e imagino que, con frecuencia, enrevesadas. Recuerdo que me gustaba mucho la historia de Sansón y Dalila —con todas sus sordideces y esa tensión sexual nada explícita, pero evidente— y que me fascinaba el arrojo con el que Abraham se lanzaba a asesinar a su propio hijo sólo porque se lo pedía una voz desde el cielo; qué decir del de Salomón cuando se aprestaba a partir en dos mitades a un bebé. Me resultaba entrañable la peripecia de Jonás en el interior de la ballena, no acababa de entender por qué a Dios le molestaba tanto que los habitantes de Babel pretendieran construir una torre y me sobrecogía la estampa de Caín en su huida tras haber consumado el fratricidio. Había también dos momentos que me gustaban mucho en el capítulo dedicado a Moisés: la navegación a la deriva de su cuna por el Nilo y la gallardía con la que extendió los brazos para separar las aguas del Mar Rojo y abrir así un corredor franco que facilitara el éxodo del pueblo de Israel. Me interesaba más el Antiguo Testamento que el Nuevo, porque éste contaba cosas que ya tenía más sabidas —nunca he asistido a ninguna catequesis, pero sí estaba apuntado a la asignatura de Religión Católica en la escuela— y porque el Dios irascible y castigador de aquél revestía mucho más atractivo para un niño más hecho a los tebeos de superhéroes y supervillanos que a los tratados de virtudes teologales. Cuando unos cuantos años después me dio por picotear directamente sobre el texto original, me sorprendieron gratamente el elegante y desacomplejado erotismo del Cantar de los cantares y el desmadre surrealista del Apocalipsis de San Juan, pero ni por asomo encontré en los versículos originales de las historias conocidas ni una milésima parte de la gracia y el talento con que las contaba mi abuela Esther. Me he acordado mucho de ella, y de su biblia, mientras leía Las barbas del profeta (Seix Barral), un ensayo ameno y divertidísimo en el que Eduardo Mendoza repasa, desde la evocación del escolar que fue, los pormenores de aquella Historia Sagrada que se enseñaba en las aulas franquistas y a la que evoca como la primera fuente de verdadera literatura a la que se vio expuesto. «La califico así», añade, «porque, como toda literatura genuina, a diferencia de las lecturas dirigidas y controladas a las que entonces tenía acceso, suscitaba más preguntas que respuestas y, en lugar de ofrecer ejemplos o enseñanzas, producía estupor». Su repaso a los relatos que vertebran el corpus teórico del cristianismo demuestra cómo una lectura de los pasajes bíblicos que no esté influenciada por el condicionante de la fe sólo puede causar maravilla ante la sucesión de historias desarboladas que se nos cuentan en ellos. Unas son de todo punto inverosímiles, otras absolutamente truculentas, la gran mayoría incluyen escenas violentísimas, y todas ellas conducen a callejones sin salida que dejan en el aire más incógnitas que revelaciones. La biblia de mi abuela Esther está ahora en casa de mis padres y no descarto que algún día termine en la mía, si es que para entonces me queda un hueco donde encajar sus dimensiones abultadas. Como no la tengo a mano, no puedo saber si contiene la versión del texto que acuñó Casiodoro de Reina y después revisaría Cipriano de Valera y que es la que, según Mendoza, tiene más vuelo y calidad literaria de entre todas las que han visto la luz en lengua castellana. Aunque lo sea, estoy casi seguro de que, si algún día vuelvo a sus páginas finísimas de letra abigarrada, seguiré sin encontrar el aire acogedor y casi mágico que envolvía a esas sagradas historias cuando viajaban en la voz de mi abuela Esther.
Hemingway y los zapatos de bebé
La leyenda la empezó a difundir el escritor Arthur C. Clarke en una carta que remitió en 1992 al humorista canadiense John Robert Colombo. Contaba en ella que algunos años atrás, en el transcurso de una comida con amigos —y es de suponer que en uno de sus conocidos estados de euforia etílica—, Hemingway apostó que era capaz de escribir con sólo seis palabras una historia completa y que, además, fuera tan triste que resultase imposible leerla sin derramar una sola lágrima. Sus compadres aceptaron el envite, cada uno de ellos posó sobre la mesa un billete de diez dólares y entonces él cogió una servilleta del restaurante, se sacó un bolígrafo del bolsillo superior de la camisa y escribió: «For sale: baby shoes, never worn.» («Se vende: zapatos de bebé, sin usar»). La anécdota es una de las muchas que engrosan la mitología que se ha venido trenzando en torno a Hemingway, y aunque nunca podamos saber si sucedió de verdad o fue sólo una invención de Clarke, sí hay una historia en torno a esos zapatos de bebé sin estrenar que han acabado por servir como metáfora del estilo breve e incisivo, hasta cierto punto descuidado, del que hizo gala el autor de Por quién doblan las campanas. Parece ser que el 16 de mayo de 1910, cuando Hemingway aún era un tierno niño de diez años, el diario The Spokane Press publicó un artículo en el que anunciaba cómo la venta de unos ropajes de bebé en un comercio había sacado a la luz la historia de la muerte del niño al que, en principio, iban destinados. Siete años más tarde, en otro periódico, The Editor, William R. Kane proponía una historia —y también sugería un título: Little Shoes, Never Worn— en la que una mujer, tras perder a su hijo, regalaba sus vestimentas. En 1921, una revista humorística, Judge, publicó una especie de parodia de esa misma situación, de la que ninguna noticia dice que interesara a Hemingway hasta que en 1992 se refirió a ella Clarke para engrosar el anecdotario que jalona la biografía de un autor que en su día a día se permitía los excesos que luego desdeñaba en su sintaxis. Cuatro años después del envío de aquella misiva, el dramaturgo John De Groot dio a conocer su obra Papa, en la que el personaje que representa al propio Hemingway repetía las famosas seis palabras como muestra de su gusto por la concisión. Imposible saber si realmente las llegó a decir o escribir el verdadero, aunque parece seguro que, de haber sido así, el viejo Ernest no fue tan original como creyeron los amigos que terminaron perdiendo diez dólares por cabeza a cuenta de aquella apuesta.
La casa de enfrente
Se ha derrumbado una parte de la fachada del cuarto piso de la casa de enfrente, que da justo a mi balcón. Ocurrió al amanecer. Cuando salí de casa, aún en plena noche, me encontré con la calle cortada porque a las cinco de la madrugada se había desplomado parte del alero. Los policías que acudieron allí ya estaban sobre aviso —al parecer, los vecinos habían advertido uno o dos días antes de la aparición de una grieta preocupante— y trazaron con vallas y cintas un perímetro de seguridad para evitar daños si se llegaban a producir males mayores. Efectivamente, y en estricto cumplimiento de la ley de Murphy, lo que podía salir mal terminó ocurriendo: en torno a las siete y media de la mañana, la pared se vino abajo. Yo no me enteré hasta que, a media mañana, alguien me envió un mensaje al móvil: «¿Has visto la que se ha liado en tu calle?» Me acerqué en un momento y, al asomarme a la terraza, vi el salón de la vivienda expuesto completamente a la intemperie. Hace unos meses, durante el confinamiento, me extrañó que las persianas de aquel piso estuvieran siempre bajadas y que nadie se asomara cuando, a las ocho de la tarde, la calle en pleno salía a celebrar el consabido aplauso. Al parecer, sus dueños no viven aquí y es una suerte, porque el desastre les pasó inadvertido hasta que la autoridad competente les telefoneó para avisar de sus efectos. Mientras observo el edificio destrozado y veo a los bomberos y los operarios afanarse en consolidar su ruina antes de proceder a la reconstrucción, me viene a la mente una imagen y una frase que sé que no he vivido y cuya procedencia tardo unos minutos en concretar. Se trata de un pasaje de Para parar las aguas del olvido, el libro autobiográfico en el que Paco Ignacio Taibo relata sus vivencias infantiles en el Oviedo de la guerra civil. No fue una niñez amable: la ciudad, a diferencia del área central de la región, se había sumado al alzamiento y durante toda la contienda —que en Asturias se extendió desde el 19 de julio de 1936 al 22 de octubre de 1937— estuvo cercada por los combatientes republicanos, que intentaron sin éxito instaurar allí la legalidad vigente. Taibo y familia, todos ellos rojos conocidos y reconocidos, vivían aquello con la extrañeza que se da por hecha en una situación así, pero sus memorias no consisten en un rosario de lamentos ni se dejan vencer por los tópicos al uso. Más bien al contrario, los capítulos que las componen se centran en evocar los tiempos en los que el autor intentaba ser feliz junto a su pandilla de amigos —estaba entre ellos un Ángel González que acaso empezó en aquellos años a fantasear con ser poeta— y se rinden a una nostalgia alegre y juguetona en la que la realidad aparece siempre matizada por las ensoñaciones infantiles. En dos de los capítulos, Taibo se centra en describir los estragos que los bombardeos causaban en la ciudad sitiada y cuenta que también sus destrozos podían conducir a un final feliz: en una ocasión, una bomba partió en dos una casa y salieron despedidos cientos de libros que él y sus compinches se apresuraron a rapiñar. Otras veces —y fue esto lo que recordé mientras observaba los desperfectos en mi calle— los ataques sobre la ciudad prestaban favores bien distintos, pero en absoluto desdeñables: «Paco Ignacio, hijo, levántate y mira por la ventana», despertó un día su madre al joven Taibo, «la casa de enfrente se ha caído y se ve el campo.»
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