“Que se joda el espectador medio”, gritó David Simon a los cuatro vientos para reivindicar The Wire, obra maestra de difícil réplica (el tiempo así lo ha demostrado) pero que ayudó a crear todo un culto en torno a una hipotética nueva ficción televisiva. Si eso existe o no es otro cantar, y me temo que aquí han pesado más los nuevos hábitos de consumo posibilitados por la banda ancha y las plataformas de streaming que los gustos de David Simon.
Puede que David Simon trabaje al margen de las normas, pero la narrativa televisiva ha evolucionado gracias al rigor y el trabajo de guionistas, directores y productores sometidos a las mismas y probablemente espeluznantes presiones del medio televisivo que —reconozcámoslo, no hay mentira en ello— empleó décadas minusvalorando a su espectador. Pero la vida se abre camino, dijo Ian Malcolm, y las series televisivas existían antes de The Wire igual que el cine no comenzó con Star Wars o El Padrino, dependiendo de si nos llamamos friquis o queremos tener gustos más elevados. Rompamos una pequeña lanza a favor de ellos.
Este texto va precisamente dedicado a esas series de televisión que parecen no existir, a reivindicar los méritos de esa televisión dedicada al espectador medio y percibida como obsoleta. La fascinación de un servidor por El gran héroe americano, El coche fantástico o El Equipo A no puede ser solo un pueril sueño infantil. Que los productos de Glen A. Larson o Stephen J. Cannell hayan resistido mejor o peor el paso del tiempo también tiene que ver con la fingida madurez de quien emprende su análisis.
¿Y si El Equipo A, con su rígida escaleta de acontecimientos repetida un capítulo tras otro hasta la catarsis semanal del “me encanta que los planes salgan bien”, tuviera la misma dignidad que el derribo de estructuras míticas de The Wire? Si el sueño de la razón produce monstruos también debe haber justicia en racionalizar el experimento periodístico-narrativo de Simon. Todo tiene un procedimiento, y lo mismo vale embotellar la vida en el clásico esquema del caballero andante como tejer un complejo tapiz de los flujos de poder en la empobrecida Baltimore.
En el documental de Netflix El poder de Grayskull, dedicado a analizar el fenómeno juguetero de He-Man y los Masters del Universo, se aborda también la extrema dedicación y artesanía que la compañía Filmation puso a su adaptación televisiva, concebida inicialmente con un mero derivado industrial para vender más juguetes, pero que cohesionó el sinsentido de su mitología en una narrativa propia bajo el influjo visual de artistas como Frank Frazetta. Reivindicar esta artesanía suena tan bárbaro como He-Man, igual que comparar el carisma infinito de temas como “Believe It Or Not” de Joey Scarbury para El gran héroe americano con el “Way Down in the Hole” de Tom Waits para The Wire.
Pero no me dirán que la cosa empieza a igualarse un poco, sobre todo cuando esa Edad de Oro de las series, con su ingenua promoción de la figura autoral del showrunner de los dos mil, parece haber cristalizado más bien en una planta industrial en la que creadores de contenido como Shonda Rhimes o Ryan Murphy (que en 2020 ha estrenado Ratched, The Politician, Hollywood, The Prom, Los chicos de la banda, Pose, y más que me dejo) sacan series y películas del horno como si fueran bollos.
Al final, y como tantas cosas, la clásica división entre alta y baja cultura ha demostrado ser un candoroso intento de crear una identidad cultural propia y exclusiva de la masa, pero que ha sido fagocitada con facilidad por las grandes corporaciones y empresas tecnológicas que ejercen ya, con la aprobación de todos y esa renovada censura rebautizada como «cultura de la cancelación», el papel de creadores de contenido. No pasa nada, al menos mientras cada miembro de la familia tenga su propia serie de estreno este viernes. Como dijo Hannibal Smith, me encanta que los planes salgan bien…
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