Cada día que pasa soy un anacoreta más radical. No digo que me guste –aunque a veces sí, y mucho– ni que me parezca saludable, pero a medida que la cuarentena avanza voy agarrando mañas de las que no sé si después pueda, quiera y consiga deshacerme. Esto de que el supermercado venga a ti es una delicia, pero más solía serlo recorrer los estantes y refrigeradores con el hambre despierta. Supongo, en todo caso, que triunfará la ley del menor esfuerzo, si desde estos renglones confieso hallar delicia en la desidia. ¿Ya me entiendes, sagaz Cuarentenario, por dónde va la radicalización? ¿Exagero si digo que en los días recientes he caído hasta el fondo de una espiral de umbilicentrismo?
No está de más decir que a mi ombligo le faltan cualidades para pretender ser el centro del mundo, pero desde mi humilde perspectiva tampoco se distinguen otros candidatos. A saber la de pésimas costumbres que estaré contrayendo en estos días tan configurables que acaban por caber en un ombligo. ¿De qué hablaremos tantos ensimismados, una vez que volvamos a mirarnos las jetas y haya quienes prefieran devolverse a su cueva? ¿Quién podría garantizar que al momento de abandonar el encierro es la misma persona que entró en él? Cambiar de perspectiva es aceptar que la vida podría ser distinta y quién sabe si no, de paso, preferible. Pues si otros hoy descubren que el trabajo en la casa es el principio de su emancipación, uno ya se pregunta en qué remota ermita podría terminar de radicalizarse.
De una vez te agradezco, Cuarentenario amigo, que no prestes oídos a mis disparates. Diría que no soy yo quien escribe estas cosas, sino una pobre bestia acorralada por la incertidumbre, pero me temo que el confinamiento es la entronización de la primera persona del singular. Mañana, tarde y noche he de cargar con humores, temores y resquemores de un extraño intratable que asegura ser yo y a ratos se comporta como autómata. Un tipo al que no entiendo, últimamente, y del que mal podría aventurar una opinión sensata, pues pasa que entre más miro mi ombligo menos sé dónde estoy parado en este mundo. Es como si de pronto sobraran las palabras y estuviéramos todos con la vista perdida en un mismo agujero.
¿”No me puedo quejar”, voy a seguir diciendo? Pues no, ya me cansé, y al final yo me quejo cuando se me antoja, y aparte has de saber que ya estoy hasta el gorro de jugar al juicioso delante de este ombligo inconsecuente que para colmo se hace el interesante. Tú que me oyes gruñir y soltar solitarios aspavientos debes de padecerlo con regularidad, así que espero no te incomode mucho que venga a salpicar tus páginas de fluidos radiactivos. Ya sé que este periplo tendrá que terminarse y que el año que viene tendrá que ser mejor y que el mundo es más grande que una pinche pandemia, pero en estos momentos estoy desconociendo la autoridad de mi estúpido ombligo y ya entrados en gastos opino que te vayas tú también a la mierda, Cuarentenario. Y ahora, con el permiso de nadie, voy a servirme un whiskacho en las rocas. ¿No dije que me estaba radicalizando?
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