La autora de Mariela reflexiona sobre su experiencia de periodista en Gran Bretaña en un momento en que el Brexit amenaza con desestabilizar la Unión europea.
Resulta que Faciolince está en lo cierto y, como somos hoy el olvido que seremos mañana, hay que escribir ahora lo que no queremos que se nos olvide después.
A mí no se me ha olvidado aún el rostro del funcionario británico que, tras las Navidades de 1986, me recibió una madrugada en el aeropuerto de Heathrow.
Permitan que explique esta magdalena de Proust que, a comienzos del año 2020, tan triste para Europa, me persigue.
Un año y medio antes de enfrentarme al rostro del funcionario, había llegado yo a ese mismo aeropuerto y a ese mismo puesto de control de pasaportes de entrada a Londres con un equipaje cargado de ilusiones, miedo, ignorancia (de un mundo tan desconocido como su idioma), ganas de aprender (el idioma y todo lo demás) y, como siempre que viajo desde entonces, libros, muchos libros. Era 1985 y yo, todavía, aunque por muy poco tiempo, ciudadana de un país extracomunitario, es decir, de un país del extramundo.
Con los días y los meses, llegué a instalarme, a organizarme y más o menos a familiarizarme con el idioma, que poco a poco empezó a dejar de ser desconocido. Después encontré trabajo y no era de au pair ni de camarera en un fish and chips, los que a mucha honra desempeñábamos los españoles allí expatriados, sino uno de lo mío: periodista para todo en las oficinas centrales del Instituto Internacional de Prensa (IPI, por sus siglas en inglés), que podía compaginar con mis estudios intensivos para obtener el certificado Proficiency, condición previa y necesaria antes de empezar a cursar el máster de la Universidad de Londres en el que ya había sido admitida.
En fin, que todo en mi vida circulaba por los raíles previstos, avanzaba a velocidad de crucero y respetaba las pautas trazadas. Y lo hacía, además, ordenadamente, porque disponía de un work permit, un permiso de trabajo sellado, de curso legal y reglado según las normas de extranjería vigentes en Reino Unido.
Entonces llegó la Historia (con inicial mayúscula, aquí es imprescindible) para echarme una mano.
Era una mano anunciada. En junio de 1985, había asistido emocionada, como creo que (casi) todos los españoles, a las últimas negociaciones (“flecos” los llamaban) para la entrada de España en la Comunidad Económica Europea; a las ojeras de Manuel Marín, el secretario de Estado que debió ocuparse de remendar los flecos, y del ministro de turno, Fernando Morán, cuando madrugada tras madrugada anunciaban que los flecos seguían deshilachados; al eureka final y, por último, a la solemne firma del Tratado de Adhesión un 12 de junio.
Muy emocionada, porque yo estaba cerrando la maleta que me llevaba a Londres y porque creía que aquel tratado no solo iba a ponernos, por fin, en el mapa de Europa del que un dictador nos había borrado durante tanto tiempo, sino que la providencia lo colocaba en mi camino para allanármelo hasta que consiguiera regresar a Madrid con todos los títulos académicos con los que soñaba.
España se convirtió en miembro de pleno derecho de la CEE seis meses después de la firma, el 1 de enero de 1986, y yo me dije que ya sí, que los meses pasados desde la adhesión hasta su entrada en vigor y que me mantuvieron en el limbo de los extranjeros de nadie, esos a los que los británicos no sabían muy bien si aceptar o rechazar, si llamar inmigrantes o hermanos, habían terminado. Ya era europea. Como ellos. Como todos.
Me relajé, claro. Mi work permit seguía en vigor, pero no lo necesitaba. Así que seguí estudiando, trabajando y comportándome igual que una ciudadana libre en un país acogedor.
Cuando las Navidades de 1986 llegaron, quise pasarlas en España, como cualquier hija de vecina de cualquier país occidental, tan apegados todos a nuestras costumbres y tradiciones aunque nos disgusten. Coincidían las fechas con el fin de mi permiso de trabajo, pero qué importaba: yo era española, británica, europea, residente en un mundo sin fronteras…, y ya no se podía negar el pan a una compatriota continental cuando regresara en enero.
Pero eso nadie se lo había contado al funcionario que, a mi regreso a Londres tras las vacaciones navideñas, me congeló la sonrisa aquella madrugada en Heathrow.
Al principio no dijo nada. Solo miraba mi pasaporte primero y después a mí, así, alternativamente, varias veces, poniendo a prueba mi paciencia de hermana suya recién estrenada.
Al final habló y fue peor.
—Española, ¿no?
—Española, sir.
—Y periodista.
—Periodista, sir.
—Ha vivido ya mucho tiempo en este país, ¿por qué quiere volver?
—Porque mañana me reincorporo a mi trabajo, sir.
—Pero su permiso ha caducado.
—Lo sé —mi mejor sonrisa—, pero hace un año que ya somos de la CEE, como ustedes…, sir.
El funcionario no me contestó. Cuchicheó algo al oído de un compañero, que desapareció tras una cortina. Luego, me pidió que pasara a un reservado dentro de las dependencias. Allí estaba mi maleta, junto a dos funcionarias, más rostros nuevos. Me pidieron que la abriera y, una vez se aseguraron de que yo presenciaba la escena, metieron las manos en sus tripas y la despanzurraron. La dejaron abierta, revuelta, mancillada y con un papel en lo más alto del revoltijo. Era el contrato de trabajo que el IPI me había propuesto para todo 1987 y que yo me había llevado a España con el fin de consultarlo con familia y amigos, porque suponía alargar mi estancia en Londres indefinidamente. La prueba del delito. Eso era lo que buscaban.
Regresó mi funcionario.
—Voy a volver a preguntárselo y piense bien lo que me va a contestar: ¿para qué quiere volver al Reino Unido?
La primera respuesta había sido respuesta errónea, me estaba diciendo. Empezaron a temblarme las piernas, pero el miedo me hizo volverme irónica:
—Para aprender inglés, sir —dicho con mi mejor acento, el más impostado pero al tiempo el más parecido al de un gentleman victoriano, según me había enseñado a vocalizarlo mi profesora Claire.
De perdidos, al río.
El funcionario captó la sorna (cómo no, era británico), sonrió, tomó mi pasaporte y me dijo mientras escribía algo en él:
—Ustedes se creen que ahora, de repente, son europeos, pero no. Esto es Europa y Europa somos nosotros. Y ustedes, Spaniards. Extranjeros, siempre serán extranjeros. En Europa ya tenemos suficientes periodistas, y muy buenos, para que vengan a quitarles el trabajo los extranjeros. Me ha entendido perfectamente, ¿verdad, señorita?, no creo que le haga falta seguir estudiando inglés, puede volver a su país.
Me devolvió el pasaporte. En él había pintado a mano una cruz con tinta negra y estampado un sello: prohibida la entrada en UK.
Gracias a la mediación del secretario general del IPI, mi querido y añorado Peter Galliner, la prohibición entró en vigor dos días después, los únicos de los que dispuse para llenar la maleta con lo poco que me dio tiempo a rescatar de mi último año y medio. En el sótano de la Vincent House de Pembridge Square posiblemente sigan apolillándose los libros que dejé atrás porque no cupieron en mi vieja maleta.
Después supe (era una periodista muy poco informada) que había letra pequeña en el tratado que nuestros políticos habían firmado en 1985 y entendí sus ojeras. Por ejemplo, que la CEE había impuesto a España largos periodos transitorios; uno de ellos era el que no permitía la libre circulación de trabajadores hasta el año 1993.
El funcionario tenía una razón para expulsarme. Legalmente, la tenía. Incluso he llegado a disculparle: me trató así porque seguro que había tenido un mal día por algún motivo personal que ignoro y no me interesa.
He pasado 33 años preguntándome no por ese motivo, sino por el que le llevó a elegirme a mí entre los ciento y pico pasajeros de mi vuelo. Y en este triste enero de 2020 acabo de comprenderlo: yo, posiblemente la más joven del avión, representaba todo lo que él detestaba, es decir, el germen de lo que hasta entonces le habían dicho que era lo diferente a él, a lo suyo, el subdesarrollo que quería entrar con calzador en la modernidad. Él era Europa, y yo, el Tercer Mundo, que llegaba para subvertir su ancestral cultura occidental.
Poco ha cambiado la vida. Hoy sigue llena de funcionarios o lo que sean dispuestos a creer mentiras y después a traducirlas en hechos implacables y desalmados. Y en todos los rincones del planeta.
En aquellos años en los que España existía pero aún no contaba porque durante mucho tiempo Europa acababa en los Pirineos, este país siguió siendo ejemplo de atraso porque así nos pintaba el cine, la prensa, la literatura, hasta nosotros mismos cuando viajábamos, incapaces de superar nuestros complejos.
En 1987, ya no éramos un país apolillado que olía a naftalina de dictadura rancia. Habíamos completado una Transición en paz; habíamos votado una Constitución inspirada en otras Cartas Magnas de probada solvencia; nuestra monarquía era tan parlamentaria como la más parlamentaria y añeja de las monarquías europeas; teníamos un Gobierno progresista que se codeaba con los líderes internacionales de igual a igual, como hacía mucho que ningún líder nuestro se codeaba… Pero el veneno de la xenofobia y del rechazo a aquel del que siempre nos dijeron que era inferior resulta difícil de desterrar. No hay tratado de adhesión que lo borre de un plumazo.
Hoy las tornas han tornado, pero no han cambiado. El Reino Unido ha sido el laboratorio de pruebas de cómo una mala combinación química puede hacer que todo salte por los aires. Algo o alguien colocó la mala semilla, las malas mentiras y las malas ansias de protagonismo en malos líderes que a su vez las depositaron en cerebros crédulos que las absorbieron como esponjas. Esta mala combinación convenció a un pueblo durante años de que esa Europa que antes les enorgullecía ahora les empobrecía, de que los que traspasaban sus fronteras permeables eran mala hierba, de que había que segarla de raíz. Y todo ha saltado por los aires.
Yo fui extranjera en la Gran Bretaña europea de enero de 1987. Ahora, los europeos somos extranjeros en la Gran Bretaña involucionada de enero de 2020. No hay diferencia. La intolerancia es la misma. Y tampoco es solo británica. Quien esté libre de culpa sabe lo que debe hacer.
La magdalena de Proust sigue arrastrándome y me lleva a una obra temprana de Miguel Hernández, Quién te ha visto y quién te ve y sombra de lo que eras, uno de los libros que abandoné en Pembridge Square y uno de los que más echo de menos. En ella, si no recuerdo mal, el poeta dice que el deseo es un potro “que se desboca / en cuanto ve en la campiña / una carretera fácil / con un lejos de mentiras”. Cambien deseo por odio y ya tienen una explicación plausible a esta maraña de final nada feliz en que nos ha sumido el Brexit: una carretera fácil y un lejos de mentiras. Eso es todo.
Pero no desmayemos, pese a la eurodepresión ocasionada por un miembro amputado. Que el lejos cambie no es tarea imposible mientras en el cerca sigamos teniendo claro el horizonte. El europeísta desconfiado que era el londinense Tony Judt escribió que “el siglo XXI aún puede ser el siglo de Europa”. Solo han pasado 20 años de siglo. Aunque él ya no pueda verlo, igual todavía está a tiempo de tener razón.
Posdata: Tardé 10 años en volver a Londres. Solo lo hice en escala hacia otro lugar, por un brevísimo espacio de tiempo. Pasó mucho más antes de que pudiera ser ciudadana europea de pleno derecho en suelo británico y ya no volveré a serlo por ahora. De mi última visita conservo como oro en paño un disco de Queen, que escucho con nostalgia. «I want to break free from your lies» (“quiero liberarme de tus mentiras”). Quizás si sus compatriotas lo hubieran escuchado más y mejor…
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: