Martin Scorsese quería, por encima de todas las cosas, dirigir Yakuza (The Yakuza, 1974), y cuando recuerda Uno de los nuestros o El Irlandés, se entiende por qué ansiaba hacerlo. La Warner Bros se lo negó. Se consoló dirigiendo Alicia ya no vive aquí, su reverso sobre el sueño americano y el melodrama all Hollywood, que le abrió la puerta de la industria. Otro tanto sucedió con Robert Aldrich, el director de La venganza de Ulzana y El vuelo del Fénix, a quien apasionaba el argumento sobre un norteamericano que regresa a Japón treinta años después para pagar la deuda que le debe a un amigo y se reencuentra con su amante japonesa, su hermano, un ex yakuza, y a esa violenta pero ritual mafia nipona. Aldrich habría cambiado la película de arriba abajo, porque no le gustaba el guion escrito por Leonard y Paul Schrader. No tuvo ninguna opción. La Warner no estaba dispuesta a tirar a la basura un guion por el que había pagado la escalofriante suma de 300.000 dólares y ganado por la mano a toda la industria. Además Robert Mitchum, que iba a encabezar el reparto, vetó a Aldrich, cobrándose alguna oscura y vieja cuenta pendiente. La película le llegó a Sydney Pollack, que de inmediato contrató a Robert Towne, el afamado script doctor cuyo trabajo clandestino en el guion de El Padrino le convirtió en el hombre que susurraba a los guiones, y que además ese mismo año había escrito Chinatown.
Con Pollack a los mandos y con Towne gobernando la estructura del guion, presumiblemente porque dijo que había descartado el guion de los Schrader —lo que es dudoso cuando se compara lo que cuenta la película y la filmografía de Paul Schrader, dominada por los temas judeocristianos de culpa, redención, sacrificio y expiación—, Yakuza se transforma en un intenso noir ribeteado de melodrama y pathos cuyo corazón es el giri, cuya difícil o ambigua traducción parece querer referirse a un deber, una deuda, una obligación contraída con alguien. Harry Kilmer (un soberbio Robert Mitchum) tiene una obligación con su amigo George Tanner (Brian Keith), porque éste le prestó 5.000 dólares para que Eiko (extraordinaria y sensible Keiko Kishiuna) pudiera abrir un bar en Tokio y ganarse la vida cuando Harry regresó a Estados Unidos tras negarse Eiko a casarse con él. Kilmer regresa al Japón. Vivió allí como policía militar durante la ocupación norteamericana para negociar el rescate de la hija de Tanner, como consecuencia de los desarreglos comerciales que tiene éste con su socio nipón, Toshiro Tono (Eiji Okada). Ken Tanaka (Ken Takakura, maravilloso por su aparente impasible emoción externa) se siente en deuda con Kilmer, aunque también lo odia, porque cuando regresó derrotado tras la guerra se encontró a su hermana Eiko viviendo con un norteamericano, pero a su vez fue consciente de que éste había salvado a Eiko y a su pequeña hija, Hanako (Christina Kokubo), de la pobreza y la degradación. La consecuencia es que el serpenteante guion de Yakuza se organiza, pues, moral y narrativamente, en torno a ese concepto de giri, un cruce caminos existenciales que Pollack y su cámara insertan en una sucesión de ritos y ceremonias. Cuando Kilmer comenta cuán cambiado está Tokio, su amigo Oliver (Herb Edelman) le advierte de que tras ese cambio está el Japón de siempre. Los códigos, los ritos, las deudas, las obligaciones están para cumplirse, y ese fatum rige temática y ornamentalmente la película. Nadie está excluido de esos códigos, ni siquiera la Yakuza, una idea que late también en El Padrino, y quien la infrinja desatando la violencia debiera recordar que alzar la katana supone salirse de rituales de honor incuestionables.
Como buen cine negro, Yakuza se asienta sobre el peso del pasado, esos años turbios de posguerra en el Japón ocupado que entrelazaron las vidas de Kilmer, Tanner y Oliver junto con las de Eiko y Ken, y como los secretos aparentemente enterrados reviven siempre, el pasado devora el presente de los personajes, un tema muy grato a Pollack y a Towne. Y junto al pasado, las traiciones, la deslealtad que abre en canal ese pasado y el pago de las deudas. Y más allá del amor está la pasión que desborda los recuerdos, los cuerpos, los sentidos, de Harry y Eiko, para los que espera el paso del tiempo, los reproches lindando con la amargura y la puerta cerrada de los secretos. Es un tema que Towne situará en el centro de Chinatown, que solo se abrirá cuando las pérdidas más cercanas obliguen a todos a quemar las obligaciones camino de la venganza. La enemistad, el odio, deja paso a la tarea común, con un extenso segmento de violencia muy Grupo salvaje por las implicaciones de compromiso común, y profesional, por el honor y frente a la muerte.
Al final de Yakuza, lamento no poder ser más explícito, todos asumen sus giri, filmando el romántico Pollack, de manera escalofriante, dos rituales de expiación y culpa, una idea en cambio muy Paul Schrader, que afectan a Ken y a Harry Kilmer. A ellas conduce la aparición inesperada, mediada la película, de Goro (un excepcional James Shigeta), un trasunto del consigliere de Robert Duvall en El Padrino para con las facciones yakuzas, un elemento plenamente shakespeareano, reflexivo, con el que descubrimos no solo secretos del pasado sino el significado real de giri —“si no siente usted, Kilmer, la obligación, es que no la tiene”— y el mapa moral de la película.
Sidney Pollack filma con Yakuza una de sus películas más secretas y personales, alternando con maestría la acción con la reflexión, lo íntimo, el rito, con la violencia y la venganza, estructurando la película con secuencias de confesión con otras en las que miradas, silencios y acciones nos permiten descubrir las palabras de las conversaciones confesionales.
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Yakuza (The Yakuza, 1974). Producida y dirigida por Sydney Pollack. Guion de Paul Schrader y Robert Towne sobre un argumento de Leonard Schrader. Fotografía de Kôzô Okazaki en Technicolor, y Dick Callahan para las secuencias norteamericanas. Música de Dave Grusin. Montaje, Don Giudice y Thomas Stanford. Vestuario de Dorothy Jeakins. Interpretada por Robert Mitchum, Ken Takakura, Brian Keith, Keiko Kishi, Herb Edelman, James Shigeta, Richard Jordan, Eiji Okada, Christina Kokubo, Kyosuke Mashida. Duración: 112 minutos.
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