Foto de portada: Agustín Rivera
Yamanote se llama la línea circular de Tokio. Tardo más de una hora en recorrerla de una punta a otra. A veces, si no tengo nada que hacer, me paso toda la mañana de enviado especial en el vagón que está más cerca del conductor. Imagino vidas. También la mía. Yo ya soy otro.
Yamanote me espía lo que leo, lo que pienso, lo que sueño. Atrás quedó mi microcosmos, mi ciudad —todas mis otras ciudades—; y recreo un futuro que no podré olvidar. Esas primeras lecturas sobre Japón las recuerdo al pasar el tren por la estación de Ueno.
Yamanote insiste en la sinfonía de sonidos ante el inmediato cierre del vagón. Una chica de mi edad lee un manga. Lleva adosada a su teléfono blanco una insignia de Hello Kitty! Su gorro naranja sorprende entre la ausencia de color del tren. Nadie habla. Todos se agarran para no caerse. Las puertas son como guillotinas que no dejan una segunda oportunidad.
Mamona-ku, Omotesando.
Próxima estación, Omotesando.
Yamanote no abriga la estación de Omotesando, pero me gusta volver a escribir Omotesando. Leo un libro de Kenzaburo Oé. Se llama La presa y está ambientado en la Segunda Guerra Mundial. Apunto frases. Lo mismo el señor del maletín negro, de gafas cuadradas y flequillo imposible, está leyendo a Oé, Kawabata o Banana Yoshimoto. Puede ser. Todavía no alcanzo a entender los misterios de la grafía nipona.
Yamanote espera nuevos clientes. Soy uno de ellos. Allí empecé a coleccionar lecturas japonesas. Cuando cito para mí o en voz alta alguno de esos títulos, pienso en las sombras de silencio del tren y en el cielo que apenas se intuye entre un traqueteo alegre. En aquel tiempo hui de la realidad y encontré el refugio en una línea que eran todos los mundos posibles; donde la vida estaba por llegar, por aprender y por escribir.
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