Hay que estar muy lúcida para saberse loca. Para confirmar que lo que ves no proyecta sombras y que lo que escuchas, realmente no hace ruido. Yayoi Kusama se internó voluntariamente en un psiquiátrico cuando tenía casi 50 años, hace ya cuatro décadas. Sigue allí, educando sus ojos y sus oídos, pastoreando las alucinaciones que la hicieron artística, icono, y que llenaron su mundo de lunares.
Ella, que expuso junto a Warhol u Oldenburg, que entró en Nueva York para ser la precursora del avant-garde, también una de las pioneras del minimalismo y del arte feminista, decidió que el resto de su vida lo pasaría con horarios, pastillas y terapia para poder continuar trabajando.
Sus días son siempre iguales. Sus salidas del psiquiátrico, muy medidas. Sólo sale para exponer. Pinta en un estudio que se ha construido al lado del hospital, da pocas entrevistas, ve a poca gente. Quizás piensa a menudo en Joseph Cornell y en cómo la muerte le dejó sin el gran y único amor de su vida.
Su historia comenzó en Matsumoto (Japón), donde nació un 22 de marzo de 1929 en una familia rica, conservadora y con la mano rígida y larga. No se sabe si llegaron antes las palizas de su madre, que la obligaba a vigilar a un padre adúltero y fiestero, o las alucinaciones. O si ambas coincidieron en el tiempo. Pero Kusama, a la que no interesaban los negocios de cereales de su padre, empezó a tener tendencias suicidas siendo aún una niña.
También desarrolló un interés obsesivo por el arte. Con 18 años entró en la Escuela Municipal de Artes y Artesanías de Kyoto, y pronto se decepcionó. Su idea, sus visiones, poco tenían que ver con el Nihonga, esa escuela de pintura japonesa tradicional que intentaron inculcarle.
Kusama era abstracta, circular, veía en panorámico y en fluorescente, y así fueron sus obras durante aquella época. Con la naturaleza como influencia y los lunares como forma, fue creando un mundo propio que nada tenía que ver con lo que su entorno quería encontrarse.
Un día Japón se le quedó pequeño y caduco. Miraba con ansia lo que se creaba en Europa, aún más lo que hacían en Estados Unidos. Ella ya había expandido su mente y pensaba en enorme, en inmenso. Escaleras, puertas, zapatos, paredes… Todo lo llenaba de lunares y más lunares, y redes y más redes. Sus alucinaciones cubrían cada espacio.
Quería más, más lienzo, más mundo y escapó a Seattle, donde desembarcó a finales de los años 50. Por entonces ya había empezado a enviarle cartas a Georgia O’Keeffe. Le preguntaba qué podía hacer para vivir de aquello, para ser respetada, para hacerlo bien. O’Keeffe entendió en esas líneas la juventud atrevida de aquella muchacha lejana y contestó a todas.
Por eso, aunque Kusama pronto empezó a exponer, al año decidió marcharse a Nueva York, donde el mundo se concentraba en cada calle. Fue bien recibida, su obra llamó la atención cuando ya parecían haberlo visto todo. En la primera exposición que hizo en una galería neoyorquina llenó una habitación de espejos y en el suelo colocó falos de trapo pintados con lunares: la encumbraron como la precursora del arte pop, poniéndola en el mismo lugar que Andy Warhol.
Allí, a los pocos años, se compró un estudio, cerca del artista Donald Judd y de Eva Hesse. Rodeada de pintores, escultores y fotógrafos, vivió en aquel Soho excéntrico y bohemio. Fue en aquel barrio donde también conoció a Joseph Cornell.
El director, pintor y escultor fue el gran amor de Kusama. O más bien su gran compañero. La japonesa, totalmente traumada por los escarceos eróticos de su padre, que alguna vez presenció, sentía pavor por el sexo y jamás se acostó con Cornell. Puede que nunca lo haya hecho con nadie.
Pero juntos pasaron los días. Los años. Durante estos ella comenzó con los happenings, en los que pintaba lunares por todo el cuerpo de sus modelos desnudas. Lo hacía en lugares públicos como el puente de Brooklyn o Central Park; también como un acto de protesta contra la guerra de Vietnam. En esos días vivió momentos de fuerte inestabilidad. Tenía éxito, aunque no dinero, y tanta escasez le provocó ataques de estrés que acababan con ella un par de días hospitalizada.
Pero salía y seguía. Y más lunares. Y más performances. Y Joseph Cornell. Incluso llegó a hacer uno de sus happenings en el MoMA, también su Boda homosexual. Ya en 1966 participó por primera vez en la Bienal de Venecia.
Durante esta época parece que las alucinaciones se calmaron. O estaban, pero el trabajo y el amor las suavizaron. Hasta que Cornell murió el 29 de diciembre de 1972 y Kusama cayó en picado.
Ya no había nada en Nueva York. Ya no veía lunares ni fuertes los colores. Al poco tiempo regresó a Japón y en 1977 tomó la decisión de ingresar voluntariamente en el Hospital Seiwa para Enfermos Mentales. Hacerlo de propia voluntad tiene la ventaja de poder salir cuando quieras, así que Kusama montó un estudio cerca de la clínica y, aunque siempre siguió (y sigue) a rajatabla los horarios, pasa los días pintado.
También sale para asistir a sus exposiciones. Incluso representó a Japón en la Bienal de Venecia de 1993 y en la de 1998. Además, a finales de esta década viajó por Estados Unidos presentando sus obras. Ha acudido a muestras suyas en la Tate de Londres, en el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires, en casi todos los museos japoneses, en muchos de los americanos…
Ha llegado a hacerse viral. En 2017 sus Infinity Rooms aparecían constantemente en Instagram. Kusama, con 88 años, se adentraba en el mundo de internet sin darse cuenta y siempre con su mejor icono: los lunares.
Ahora ya tiene 90, sigue en el hospital, sigue en su estudio. Siguen preguntándole por Cornell. Y sigue asegurando que si no pudiese pintar, ya llevaría años muerta.
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