Hace ya casi un año publiqué una primera novela, La hija de la española: una historia de madres e hijas, el retrato de una tierra que expulsa y carboniza a quienes viven en ella y a quienes la sobreviven. Fue una hecatombe, al menos en mi vida de cuarenta metros cuadrados. Se vendió a 23 idiomas antes de su publicación y terminó por alcanzar las 26 lenguas en traducción. Me han preguntado, muchas veces, si hay cosas mías en su protagonista, Adelaida Falcón, incluso si es autobiográfica.
Cuando esto ocurre, contesto con una frase más de Adelaida que mía: yo, como ella, nací en un lugar en el que hasta las flores depredan. A aquel personaje le presté mis recuerdos y las amarguras de un país en trance de morir. Le dejé mi lunar de desarraigo y mi mirada de desaterrado. Es difícil sobreponerse de un lugar en el que muchas fuimos viudas a los diez años y del que huimos tatuadas con la culpa del superviviente, la misma que siente ella y siento yo.
Pero ni yo soy Adelaida Falcón ni el que ahora publico es un libro sobre Venezuela. Me refiero a Crónicas barbitúricas, una bitácora de la ira y el asombro que ahora publica el sello Círculo de Tiza. Se trata de un libro en el que la No Ficción, la crónica más personal, hecha del volcán de Alma Guillermoprieto, el tumulto de Monsiváis, la elegancia de Elisa Lerner y quién sabe si el goteo lento y cervantino de mi vida lectora en España, con Chaves Nogales, Larra y Gómez de la Serna presiden la mesa de mis asuntos.
Cuando aterricé en España hace ya más de doce años, tuve una idea, sólo una: si quería sobrevivir, tenía que escribir. Pasar por el tamiz del teclado todo cuanto ocurriese en mi vida de recién emigrado. Sólo así podría comprender y tener fuerza para conducir el cayuco de mi propia prosa. Tenía que crear de la nada una laguna Estigia o un cementerio imaginario. En otras palabras: confeccionar un país duradero, el de la literatura como automedicación. Olvidarlo todo, para volver a encontrarlo.
Lo que ha llegado este mes a las librerías con la forma de unas Crónicas barbitúricas son apuntes, decisiones arbitrarias, enamoramientos súbitos y odios profundos a la par que pretenciosos —sí, en ocasiones lo son—. Son estampas o costurones de un pitón invisible que me abrió el corazón como una fruta. Escribiéndolas estallé contra el asfalto, como una naranja. Los textos que forman parte de este libro que ahora se publica son abocetamientos de una abolición: la del país que dejé atrás y de ese otro al que me incorporé, España. Este es un libro hecho con el periodismo que conozco y que aprendí desde muy joven.
Las crónicas compiladas están ordenadas cronológicamente, porque puede reescribirse todo, excepto la desesperación o la euforia de los días. La base de esa selección proviene de un documento de Word que creé el 12 de octubre del año 2006, hace ya trece años. Se trata de piezas que tomaron la forma de un blog abolido y que llegan a manos del lector en las páginas de un volumen que las transforma y las resitúa.
Todos los textos de Crónicas barbitúricas han sido deliberadamente actualizados en el tiempo y la forma, moldeados con la lenta reescritura de las incertidumbres, y por eso algunos aparecen con dos fechas. Conservan el asombro y la ira que los impulsó, pero han pasado por el quirófano del tiempo. Es así, el tiempo también escribe. Y menos mal.
A las crónicas que alimentan este vademécum les he practicado cirugías. Las he profundizado, editado y ampliado en sus detalles y acotaciones, como un ejercicio de memoria y honestidad. Lo he hecho para mostrar fogonazos de la década en la que todo cambió: tanto el país que dejé atrás, Venezuela, como España, esa casa que construí dentro de mí misma al mismo tiempo que otra se demolía.
Este libro es la farmacopea de mí misma y de los lugares que me expulsaron y acogieron. Es la receta médica del que escribe para empujar la pastilla del desencanto. Es mi arsénico y mi insatisfacción. Es el punto y aparte de esta medicación a la que se amarra uno para sacar a pasear la cólera. Aquella, la de Aquiles. La primera palabra sobre la que se levantó el acantilado de la literatura.
Lo siguiente es dejarse caer.
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