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Yo no traje esa mortaja (Arresto domiciliario 101)

Yo no traje esa mortaja  (Arresto domiciliario 101)

Hay tiempos en los que uno se define según el respeto que le inspira la muerte. No es que le tenga miedo –alguno sentiré, eso sin duda, aunque igual no acostumbro tenerlo presente– sino que a estas alturas del campeonato preferiría evitarme la póstuma pena de protagonizar una muerte idiota. Que las hay por montones, y más en días como los que corren. Todavía en el caso del virus VIH la gente se contagia por darle fuego al sexto mandamiento, pero ahora despiertas agonizando porque un desconocido te estornudó en la nuca, o hasta por mucho menos. ¿Quién dijo que a la muerte le hace falta un por qué?

Escuché una vez, de labios de un policía granuja, que participar en una balacera es una de las experiencias más intensas que puede uno vivir. Adrenalina aparte, queda al menos a cada contendiente el consuelo de haber librado un pleito equitativo, donde cada quien supo cómo y cuánto arriesgó. ¿Pero quién que se mire en medio de una lluvia de balas perdidas no teme, con razón, estar en la antesala de una muerte idiota? ¿Qué hago aquí confinado, sino tratar de negarle a la parca el gustazo de faltarme al respeto?

"¿Pero quién que se mire en medio de una lluvia de balas perdidas no teme, con razón, estar en la antesala de una muerte idiota? ¿Qué hago aquí confinado, sino tratar de negarle a la parca el gustazo de faltarme al respeto?"

Hoy recibí una rara invitación, como tendrían que serlo todas las que suponen abrirle algún boquete a la cuarentena. “Estoy organizando una comida en el jardín de la casa”, quiso tranquilizarme mi amigo en el teléfono, “para no hacerle el caldo gordo al virus”. Era una broma, claro, “porque al final todos nos conocemos y sabemos que nos cuidamos bien”. ¿Y no era así, por cierto, que a media calentura te justificabas para evitarte el rollo del condón? Por otra parte, eso de que todos-nos-conocemos tendría que ser un cumplido alarmante.

Si yo, que en teoría me conozco, no puedo asegurar con perfecta certeza que estoy libre del virus asesino, ¿qué me lleva a creer que mis amigos no tienen sus dudas? ¿Y qué tal su familia, sus amigos cercanos, su confianza quizás fácil o ciega en gente a la que nunca he visto ni veré? ¿Cómo saber si somos todos impecables? “Todos”, diría mi padre, huele a manada. Solamente quien duerme contigo –y no siempre– sabe en la que se mete cuando te da a probar de su café.

Dudo que exista muerte más gaznápira que aquella que resulta del coito entre la suerte y el descuido: una de por sí escasa y el otro desbordante. Pues si al fin te ha tocado petatearte por una tontería, ayuda cuando menos saber que el despropósito no lleva tu firma. Y no obstante uno firma cantidad de papeles, no siempre tras haberlos entendido.

"Dudo que exista muerte más gaznápira que aquella que resulta del coito entre la suerte y el descuido: una de por sí escasa y el otro desbordante"

Planea ya mi amigo compensarse con una semana en la playa, previamente al convivio en su jardín, “aprovechando que hay muy poca gente”. ¿Es decir que después de pasársela bomba jugando a la ruleta rusa entre sabrá el diablo cuántos extraños desaprensivos espera recibirnos en su casa? ¿Quién le explica al turista temerario que los pactos suicidas me parecen al menos el doble de idiotas? No preguntes por qué, Cuarentenario, pero sigo creyendo que la muerte se ensaña con quien no la respeta.

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