“Yo lo vi primero, su mejor concierto fue el primero”, cantan Las Odio en mi teléfono. Este himno es aplicable a cualquier ámbito de nuestra cultura: la música —como en esta canción—, la pintura y, por supuesto, la literatura.
En los tiempos del Whatsapp, de la inmediatez absoluta, donde hoy es ayer, en el que la información de última hora se ha convertido en la del último nanosegundo, ha nacido una nueva casta —que ya pululaba por el mundo hace años, pero que ahora se ha hecho más visible—, la de los fundamentalistas de la novedad. Una pléyade de culturetas ávidos por descubrir el libro que todos deberíamos haber leído antes de ser publicado; la canción que tendríamos que tararear antes de haber sido compuesta; el cuadro que debería colgar en nuestro cuarto de baño antes de haber sido pintado.
Como digo, esto es no nuevo. Ya Sabina —el maestro Sabina— nos lo contaba en una de sus mejores letras, El joven aprendiz de pintor. En este texto don Joaquín nos narraba en primera persona su particular relación con la crítica, que le adoraba cuando deambulaba —guitarra en ristre— cual Carpanta por las calles de Londres, buscando un muslo de pollo al que hincarle un diente, y que le repudió en cuanto empezó a tener éxito.
El torpe maletilla que hasta ayer afirmaba
que con las banderillas nadie me aventajaba,
ahora que corto orejas y aplauden los del siete
ya no dice que cinto tan bien como Anoñete.
Identificar a estos templarios de la primicia no resulta complicado. Su bipolaridad los desnuda con la primera frase. Pasan del entusiasmo a la decepción en solo unos meses. El tiempo que pasa entre el momento en el que les hablan a sus amigos, a sus seguidores en redes sociales, a los compañeros del trabajo, de ese libro que tienen que leer, de esa novela del escritor con mayor talento que ha salido en nuestro país en los últimos veinte años —les encantan las frases que suenan a sentencias absolutas—, y el instante en que les hacen caso y leen la novela, y por desgracia para él: les gusta. A esta primera traición se suman otras: el escritor consigue colocar su obra en el escaparate de la Casa del Libro, escribe un making of en Zenda y Andrea Levy dice que está entre sus preferidos. Y entonces, llega el día fatídico: cuando su apadrinado, aquel ingrato al que él aupó a la fama, va como invitado a El hormiguero.
Este proceso de adoración/desmitificación del autor ya era muy habitual en la crítica literaria —¿cuánto le ha durado la corona de laurel a Jesús Carrasco?—. Sobre todo en nuestro país, tan cainita él, en el que nos encanta menear el árbol que tiene fruta hasta dejar sus ramas peladas y yermas. Ahora, gracias al poder de difusión del conocimiento —y de la estupidez, también— se ha favorecido la creación de una tropa de expertos sin título, que todo lo opinan, que todo lo saben, que todo lo santifican y lo demonizan. La literatura no iba ser ajena a esta moda que afecta al resto de la cultura, el deporte o la política. Se ha amplificado así la tropa de críticos: a los de pago se han sumado los que lo hacen gratis, por afición, y en ocasiones con un colmillo más retorcido que los primeros, y casi siempre con menos fundamentos y argumentos.
En cierta manera, siento lástima por ellos. Su ansiedad debe de ser enorme, intentando descubrir talentos desconocidos —dramaturgos uzbekos no publicados en España pero que ellos afirman haber leído, poetas sunitas del siglo V con cuatro versos tallados en una piedra que apareció en la tienda de un comandate del ISIS que huía de Mosul, novelistas malditos de Wisconsin cuya obra fue descubierta en un paquete de Marlboro por una camarera del KFC— que puedan seguir siéndolo durante al menos dos conversaciones en el restaurante vegano de moda, la nueva galería llena de cuadros de pintores de «inmenso» talento y, por supuesto, su timeline de Twitter. Y es que nuestra vida cultural es ahora igual de perecedera que un stories de Instagram; quizás menos, porque estos ahora los podemos fijar en nuestro perfil.
Creo que hay que sentirse contento cuando ves que una de tus escritoras favoritas, como ha ocurrido con Margaret Atwood, es de repente conocida, sus libros aparecen en nuevas ediciones y se adaptan en exitosas series. Que un autor que ha escrito obras que hemos disfrutado se haga popular debería ser motivo de alegría y no de tristeza. Y es que parece que hay un inusitado afán por amar a los escritores cuando no venden y de vilipendiarlos cuando sí lo hacen.
Del amor al odio dicen que hay un paso, pero yo afirmo que hoy solo existe un protón. Todo es efímero, pervivir es una utopía en esta era digital que nos ha tocado vivir.
Para los que no necesitamos tantos estímulos, siempre nos quedará Shanti Andía.
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