Se llamaba Yelena y cada vez que abría los ojos era como si amaneciese; tenía unos ojos acuáticos que cuando me miraban, me veían. Hay quien dice que las chicas ucranias son como de otro planeta. Bueno, como todo el país en realidad, un país difuso en medio de ninguna parte y que para nada es Rusia (aunque durante décadas lo pareciera).
Ucrania, y no Rusia, es el país al que realmente marchaba Sofía Loren en busca de Marcello en Los girasoles, una película del gran De Sica que habría que recuperar. Iba de que Marcello, atontado por la guerra, se olvidaba de la Loren y se lo montaba con una ucraniana. A Yelena le caían lagrimones como manzanas cada vez que la veíamos, que eran muchas, y me explicaba que creía que la habían rodado en los alrededores de Kropyvnytskyi y que le recordaba su pueblo, cerca del Dnieper. La película tenía planos de una belleza entre dorada y lánguida, con campos de girasol que semejaban mares, pero de otro planeta. O sea, igual que el país y que la propia Yelena cuando se ponía blanda y los ojos le brillaban como diamantes.
A Yelena, en cambio, no le gustaba nada una película que en España se llamaba El hombre de Kiev. El tal hombre era el actor británico Alan Bates y con él salía Dirk Bogarde, otro actor inglés, muy prestigioso porque después hizo cosas con Joseph Losey. En realidad la película se llamaba The Fixer, o sea, el chapuzas. Yo nunca la ví, pero sí que leí la novela; iba de un judío arregla-cosas que se va a Kiev, donde los goy, que son los gentiles (nada que ver con los gay), le hacen la vida imposible. Aunque sea una novela americana escrita en inglés, me recordaba sin remedio cosas de Isaak Babel, un autor de hace cien años que escribía en ruso, y de Josep Roth, que escribía en alemán hace noventa. Yo para mí que hay una literatura judía multilingüe. The Fixer, en fin, había ganado el Pulitzer y su autor, Bernard Malamud, hacía que algún personaje comiese “semillas de girasol”. O sea, las hispánicas pipas.
Muchas de nuestras pipas vienen de Ucrania, un país con una historia corta y un perímetro largo. Difuso territorio de paso en el centro de Europa, sus fronteras definitivas son recientes. Ahora está en boca de todos porque quiere partir peras con los rusos, que dicen que ni hablar y se han puesto a sacudir manotazos como fieras igual que un amante despechado. “O mía o de nadie”, parece clamar el oso ruso muy alterado. Y es que Ucrania fue en tiempos una de las famosas repúblicas socialistas soviéticas, pero hace lo menos treinta años que aquel agregado conocido en español con el acrónimo URSS ya no existe.
Y al presidente ruso, que tiene muy mal pronto, le cuesta asumirlo.
Dice el sabio profesor de Princeton Serhii Plokhy en The Last Empire. The final days of the Soviet Union que Ucrania tiene la culpa de la desaparición de la URSS. Con un par. A mí me parece mucho decir, pero no soy sabio. En todo caso, si Ucrania tiene una historia corta, también la tiene muy agitada. En Ucrania ha pasado de todo y no necesariamente bueno. Para empezar, es el país de Chernóbil, no lo olvidemos. Hay una célebre novela de los años sesenta (Babi Yar, del ucraniano Anatoly Kuznetsov), que cuenta una barbaridad que tuvo lugar en el país durante la Segunda guerra mundial. Y luego está la hambruna, parece que provocada, a final de la década de los veinte. Bueno, pues todo indica que toca sufrir otra vez. El tío Vladimiro, que se fotografía en chicha como un rambo calvo y mediometro, ya ha puesto Ucrania patas arriba y no va a parar hasta enseñarle a los ucranianos quien manda aquí. Para echarse a temblar: si las guerras son malas es porque se sabe como empiezan, pero nunca como acaban.
Mayormente mal.
El tío Vladimiro, un tirano de aldea sentado en una silla que le viene grande, se sueña Catalina la Grande, el zar Iván, Lenin, qué sé yo, y hace de su capa un sayo. Total, que nos van a dar por la popa: los ucranios se quedan sin país, los alemanes sin gas y nosotros sin pipas.
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