No podemos borrar lo que hemos visto, ni “deshacer” lo hecho como en el Photoshop. Viene uno a visitar a su Cuarentenario creyendo que ya sabe lo que le contará, cuando se cruzan ciertas imágenes grotescas que le ponen en pausa el tren de pensamiento y más pronto que tarde se lo descarrilan. Por Twitter, por WhatsApp, por mero azar, cuando menos lo piensas ya estás viendo a los dos facinerosos vaciarle la pistola en la cabeza a otro en mitad de una tienda de conveniencia, y el colmo es que no basta con mirarlo una vez, si sus imágenes ya te enfermaron y ahora las examinas buscando a un mismo tiempo lo terrible, lo cruel, lo inverosímil, lo quizás atenuante, lo extrañamente chusco, lo cauterizador. Me acaba de pasar, precisamente así. Dos matones, dos gritos, tres jadeos, un muerto, dos cajeras que lloran tendidas en el piso. Cuando miro al espejo, reconozco esa vieja cara de zopilote.
Tuve durante un tiempo la costumbre de arrimarme a mirar de cerca las desgracias. Observaba a la gente atropellada, ahogada o simplemente muerta, presa de un sentimiento indescifrable que iba del malestar a la fascinación y de regreso. Al instante solía írseme el apetito, y con él los deseos de hacer ya cualquier cosa con el resto del día, como no fuera seguir dando vueltas a unos cuantos detalles que mi candor halló perturbadores. El hermano llorando. Las fotos en la cartera. La credencial en la bolsa de la camisa.
Mis amigos pensaban —con alguna generosidad defensiva— que hacía yo aquello en busca de historias por contar, pero era en realidad algo más primitivo, no sé si una razón o una coartada: si pretendía hacerme novelista, necesitaba cultivar cierta familiaridad con la desgracia. Tutearme con la muerte. Perderle un poco de respeto al horror. Llegó el día en que aquellas imágenes atroces dejaron de quitarme sueño y hambre, y así dejé también de preocupar a varias amistades con mis arranques súbitos de truculencia (me bajaba del coche diciendo “ahorita vengo”, como si respondiera a una emergencia súbita). Según yo, estaba listo a la manera de un cincel templado, pero no era verdad. Uno se pone listo, en todo caso. Antes de eso está a punto de empapar los calzones.
Esa amable advertencia de las “imágenes fuertes” más parece una línea publicitaria. Dicen que las personas sólo tienen paciencia con las páginas web donde aparecen dos tipos de cuerpos: desnudos o muertos. Pues si en mis años de morboso irredento era preciso armarse de valor para enfrentar una escena especialmente sanguinolenta, hoy todas éstas son moneda corriente. Algo tiene que haberse torcido en este mundo para que lo inusual, por escatológico, se vuelva cosa de todos los días. Miro con cierta calma a ese par de asesinos rellenando de plomo el cuero de la víctima, vuelvo a empezar y de pronto descubro que cerca de la puerta, en el mero principio del tiroteo, hay un perro que hasta entonces dormía y sale disparado hacia la calle. Regreso dos, tres veces: parecería salido de Tom y Jerry. Se ha llevado quizás el susto de su vida, pero tampoco es que no sea su día. Por eso digo que si me he de mirar en el pellejo de algún personaje de la escena traumática que de modo indebido se adueñó de estas líneas, elijo ser el perro, cagar un poco de agua y correr a buscar a mis compadres. No me van a creer lo que recién pasó. En mis meras narices.
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