Hace algún tiempo, corría el año 2015, algo parecido al azar puso en mis manos la primera novela de una autora japonesa que era, pese a gozar de bastante éxito en su país de origen, una perfecta desconocida para los lectores españoles. Escribí entonces, en otro lugar, que la lectura de la novela en cuestión me había resultado deliciosa por dos razones. Primero, por tratarse de una voz nueva proveniente de una cultura tan lejana, en todos los aspectos, como la nipona, lo que ya de antemano garantizaba una cierta novedad en cuanto a temas y arquetipos o, al menos, en lo que tiene que ver con la forma de tratarlos. Sin embargo, la mayor sorpresa llegó al comprobar, página a página, el talento de una autora que se aprestaba a huir de todos los trucos que uno espera encontrar en la literatura juvenil —a ese segmento de la población se dirigía, aparentemente, la obra— para desarrollar una narración que, sin abandonar su discurrir suave ni atentar en ningún instante contra los preceptos de la lógica, lograba captar un interés que en absoluto se veía defraudado cuando todo terminaba por desembocar en el lugar más obvio, pero no por ello el más previsible.
Aquella novela se titulaba Los amigos (Nocturna Ediciones) y en ella su autora, Kazumi Yumoto (Tokio, 1959), hilvanaba una narración iniciática a propósito del viaje interior que tres amigos emprendían en el tramo más tierno de sus vidas para tratar de aprehender el sentido último de la muerte. La protagonizaban tres niños de doce años que se veían sorprendidos por el fallecimiento de la abuela de uno de ellos. El suceso les impactaba de tal modo que a partir de entonces no podían dejar de hacerse preguntas a propósito de la muerte y sus consecuencias —¿qué ocurre cuando uno se va?, ¿qué cara se le queda?, ¿asciende él solo a los cielos o vienen en su busca los espíritus?—, y la necesidad de hallar unas respuestas que los adultos sabemos imposibles les llevaba a vigilar los pasos de un anciano que vivía cerca de su colegio y al que, dada su edad avanzada, no debía de quedar mucho tiempo de vida. Entre los niños y el viejo se acababa entablando una relación que concluía del único modo posible en un final que no concedía respuestas, pero sí abría el camino a nuevas preguntas que presagiaban los albores de la madurez. La novela, publicada en el lejano oriente allá por 1992, fue todo un éxito en Japón, donde el director Shinji Sõmai la adaptó al cine, y se tradujo a catorce idiomas, obteniendo en algunos casos una repercusión notable. En los Estados Unidos, por ejemplo, llegó a ganar el Boston Globe-Horn Book y el Mildred L. Batchelder.
En España el libro obtuvo buenas críticas, pero no alcanzó un eco abrumador, aunque debe reseñarse que en estos momentos ya va por su tercera edición. Tampoco su aterrizaje en nuestro país llegó de la mano de un gran grupo, sino que se debió a un pequeño sello independiente madrileño, Nocturna Ediciones, que, pese a gozar de un catálogo con títulos bien interesantes —cabe citar La paz de los vencidos, de Jorge Eduardo Benavides; Los jugadores, de Carlos Fortea, o Las tierras del ocaso, de Julien Gracq— tenía una capacidad y unas herramientas limitadas. Quizás fue ése el motivo de que, finalizada la lectura, cerrase Los amigos sin la menor esperanza de recibir más noticias de su autora. Por suerte, me equivoqué. La editorial ha querido mantenerse fiel a sus principios y desde aquel debut español de la novelista japonesa ha venido alumbrando, a razón de uno por año, nuevos títulos que demuestran que Los amigos no era una casualidad y que, por mucho que a Kazumi Yumoto se la quiera arrinconar en las lindes de la literatura juvenil, cada vez se hace más evidente que lo que escribe puede ofrecer lecturas muy variopintas en función de las edades.
El año pasado veía la luz Viaje a la costa, traducido al alimón por Rumi Sato y José Pazo Espinosa, que ya se había hecho cargo de la traducción de Los amigos. Yumoto, curtida en la escritura de guiones para radio y televisión, desarrollaba en esa nueva novela un argumento que no hubiese despreciado David Lynch para sus largometrajes más oníricos. La protagonista, Mizuki, ha perdido hace tres años a su aún joven marido y esa pérdida condiciona el devenir de sus días, que transcurren entre añoranzas y tratamientos médicos. Una noche, su media naranja aparece en su cocina relatándole cómo murió en el mar, y la anima a emprender juntos un viaje hasta el lugar de la costa en el que ocurrió todo. Hace sólo unas semanas, llegaba a las librerías La casa del álamo, traducida por Rumi Sato en solitario. Nos habla en ella la voz de Chiaki, que al enterarse de que su antigua casera ha muerto decide viajar sola a su funeral, en lo que se acabará convirtiendo en un encuentro con su propia infancia por el que desfilarán las incógnitas y las incertidumbres de aquellos años cada vez más lejanos. En todo ese batiburrillo de evocaciones ocupará pronto un papel esencial la propia difunta, un personaje al que se va perfilando a medida que la obra avanza y que tenía la extraña afición de recopilar cartas que debía llevar a los muertos en cuanto ella misma traspasase los umbrales del más allá.
Son las de Kazumi Yumoto tres novelas recorridas por varios denominadores comunes: la delicadeza de una prosa sencilla y firme que conduce a los lectores por la acción con la firmeza de quien desde el principio tiene claros los puntos de partida y de destino; el carisma de unos personajes que se insertan en el ámbito de lo excepcional por mucho que actúen con la naturalidad con la que se movería cualquiera de nosotros (y ahí radica parte del interés de estos libros, como luego apuntaré) y que se enmarcan en coordenadas que, más allá de las diferencias geográficas y culturales, resultan plenamente reconocibles; ese sentimiento de inquietud al ver que la normalidad que tenemos asumida se interrumpe o se quebranta y da paso a una espiral de acontecimientos inexplicables a la que urge poner pausa o remedio; y, sobre todo, la presencia de la muerte como gran tema, como asunto en torno al cual merodear en busca de aristas y recovecos por los que penetrar en su misterio. La muerte como momento fundamental de la existencia humana, pero también como una cuestión plenamente natural que hay que abordar como tal, por más que al adoptar esa perspectiva se asuman puntos de vista fronterizos con el delirio. El hecho de que el marido de Mizuki regrese del otro mundo como quien vuelve a casa tras acercarse a hacer unos recados en el colmado de la esquina infunde tranquilidad a la vez que genera una suerte de inquietud que no nos abandona mientras transcurre el relato de las andanzas que le llevan, junto a su esposa, camino de la costa. Los recuerdos de Chiaki a propósito de aquella extraña mujer que tenía la misión de oficiar de recadera de los muertos podrían ser los que cualquiera de nosotros conserva de ciertos seres estrafalarios de su infancia, pero a la vez deja el terreno abonado para el estupor de cuestionar si no habría algo de cierto en toda su leyenda. El viejo al que espían los tres amigos es un vecino más del barrio, aunque también es alguien que está a punto de morir y eso le convierte en alguien diferente, pero sólo hasta el momento en el que uno repara de que también vamos a morir, antes o después, todos nosotros. De ahí que sea más que interesante detenerse en la lectura de los libros de Kazumi Yumoto. En ellos, sin que apenas lo advirtamos, se cuelan cuestiones importantísimas que nos pasan inadvertidas la mayor parte del tiempo. Sus páginas, tan diáfanas a simple vista, arrojan penumbras a las que no siempre es sencillo asomarse. Sus personajes, su mundo, los impulsos que lo mueven todo, son tan claramente similares a los nuestros que sólo cabe constatar que, pese a las incursiones en lo fantástico o los guiños surrealistas, esta literatura que nos habla de la muerte es, a la postre, tan real como la vida.
Títulos: Los amigos – Viaje a la costa – La casa del álamo Autora: Kazumi Yumoto Editorial: Nocturna Ediciones
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