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Zapatos

[Imagen: Inés Valencia]

LOS TRECE ESCALONES, XXXVII: ZAPATOS

Al bisabuelo Samuel le obsesionaban los zapatos. Seguramente se debía a que había crecido en la pobreza más absoluta, como todos los que, por entonces, nacían en la margen izquierda del río. Allí, en una de las casi doscientas casuchas que se apiñaban para quitarse el frío, vino al mundo a mediados de enero, en plena madrugada, y lo recibió una lluvia fina y terca que se le metió en los huesos para el resto de sus días.

Fue el menor de siete hermanos y el que, por fuerza, hubo de cargar con la peor de las culpas. Luisa, la madre, murió sin remedio y sin aspavientos tras un parto de pesadilla, con el tiempo justo para examinarlo, comprobar que estaba entero, besarlo en la frente y murmurar un compungido: “ay, pobrecito mío…” Tras el horror y la pena, las cinco hermanas se repusieron de inmediato, pactando entre ellas que sacarían adelante a la criatura como fuera. En los años siguientes, todas se desvivieron por atenderlo y colmarlo de afecto, cada una a su manera. Callada y solícita Amelia; exigente y mandona Teresa; juiciosa y prudente Carmen; atolondrada y alegre Virginia; distraída y mordaz Rosario. Empeñadas todas ellas en que el niño fuera el más rollizo, sano, feliz y mejor vestido de la barriada, la envidia de las vecinas, el orgullo de su casa. Antonio, el mayor, jamás le dedicó un reproche, pero Samuel siempre tuvo la impresión de que lo miraba con cierto rencor.

Le obsesionaban los zapatos. Quizá fuera porque, de su desdichada madre, solo se conservaban un par de ajadas botas que, a menudo, acariciaba distraído. Nunca le importó llevar zurcidos los pantalones (Carmen era un prodigio con la aguja), ni las camisas gastadas en los puños. Pero le mortificaba hasta lo indecible el calzado viejo y estropeado que iba heredando puntualmente de un primo lejano del otro lado del río. Se fijaba en los zapatos de todo el mundo. Para él, cómo alguien vestía sus pies era el mejor indicador de fortuna y distinción, de haber triunfado en la vida o de haber nacido ya con buena estrella. Cuando las hermanas gritaban de alegría al verlo convertido en todo un Bachiller, a él solo le amargaba pensar en sus castellanos desvaídos, con las suelas tan delgadas como papel de fumar. Empezó como conserje en una oficina de cobros y préstamos, pero pronto se ganó el afecto de Don Braulio, que supo ver en él la buena cabeza que tenía para los números. Ascendió sin prisa y sin pausa. Cuando se casó con Adela, una de las secretarias, llevaba unos zapatos negros y lustrosos que le costaron más de medio sueldo.

Solo tuvieron una hija, que nació en noviembre en medio de una descomunal nevada. El parto se alargó dos días en los que en modo alguno habría podido explicar con palabras la magnitud de su angustia. Por fin, tras aquel infierno de paseos, cigarros y tragos de coñac para templar los nervios, un médico escandalosamente joven y con cara de plácido agotamiento, le anunció que la niña estaba bien, pero que Adela no podría tener más hijos. No le importó lo más mínimo. Secretamente, lo agradeció.

Las cinco hermanas invadieron la habitación de la clínica, gorjeando como pajaritos entusiasmados.

—Qué bonita es…

—Mira qué belleza de ojos, tan oscuros…

—¡Tiene un remolino!

—Como el tuyo, Virginia… Ay, qué gracia…

—Y esa naricita chata, por Dios…

—La nariz es de Carmen, eso está claro…

—¿Cómo la vais a llamar, cuñada?

Adela, aún pálida y dolorida por el trance, se encogió de hombros.

—No lo sé. Yo había pensado en Luisa, como vuestra madre.

Se hizo un silencio tan espeso que habría podido masticarse. Samuel, repantigado en la butaca, se puso en pie de un salto y le arrancó la chiquilla de los brazos a Teresa.

—Por encima de mi cadáver —exclamó—. Cualquier cosa menos Luisa. Hay que pensar otro.

—Pero bueno, hermano, ¿qué tiene de malo? —protestó Rosario, sin percatarse de las miradas de advertencia que le lanzaban las otras—. Bien bonito que es el nombre, y a nuestra madre le habría encantado que… ¡Ay! ¿Por qué me pisas, Amelia, estás tonta?

—He dicho que no —zanjó Samuel, apretando a la pequeña contra el pecho—. Luisa, no. Se llamará Consuelo, como mi madrina.

—Consuelo… pues vaya un nombre feo le vas a poner, ¿será posible?

Adela empeoró en las horas siguientes, hasta el punto de que se llegó a temer por su vida. Durante casi una semana, todos se turnaron para atenderla y ocuparse de la recién nacida. Desconfiaban de médicos y enfermeras, convencidos de que nadie podía cuidarte como tu propia gente. Fue Antonio quien se ocupó de ir al registro. A Samuel le sorprendió el ofrecimiento, pero, conmovido, aceptó sin dudar. El drama se desató aquella misma tarde, cuando el primogénito de los Abella anunció que había inscrito a la niña con el nombre de Luisa. Los gritos de Samuel alarmaron a toda la planta, e hicieron falta cuatro estudiantes de Obstetricia para separar a los hermanos.

—¡Lo ha hecho a propósito! —bramó Samuel, rojo de indignación—. ¡Sabiendo que yo no quería!

—Pero, ¿cómo iba a saberlo, por Dios? —contradecía Virginia—. Si él no estaba aquí cuando hablamos del dichoso nombre…

Solo Carmen logró calmarlo y hacer que razonara. Con la misma habilidad que demostrara siendo niños, consiguió suavizar el golpe como pudo, asegurándole que un nombre no era más que una palabra, y que ninguna tenía el poder suficiente como para marcarnos el destino. Con todo, fue Rosario la que, gracias a su proverbial ingenio, terminó por diluir el miedo de Samuel.

—Mira, aquí lo tienes —le explicó una tarde, ya en casa, desparramando papelotes por la mesa del comedor—. Resulta que Madre no se llamaba Luisa, como pensábamos. La llamaban así porque era igualita a una tía suya que se fue a Cuba. Fíjate bien, hermano, lee. Está en su fe de bautismo y en todos los documentos. Se llamaba Elvira. ¡Elvira, ya ves!

Pese al innegable alivio y a aquella tranquilidad, Samuel nunca hizo las paces con Antonio. Y ni su mujer, ni sus hermanas, le convencieron jamás de que el mayor de los Abella no había obrado con mala intención, movido por vaya usted a saber qué suerte de impulso vengativo. Luisa creció sana, sin tragedias dignas de mención, abrigada por las comodidades de la margen derecha del río que tanto esfuerzo había costado a sus padres obtener y brindarle. Eligió una profesión insólita que la llevaba a cruzar el puente cinco veces por semana, emperrada en visitar la otra orilla, en cuidar de sus habitantes, descifrando para ellos facturas y requerimientos; enseñando a leer a críos y mayores; ilustrando a las mujeres en las artes secretas de no sufrir demasiados embarazos. Enviudó joven y tuvo cinco hijos varones, sanos y grandes como castillos. En los ochenta y nueve años que vivió rodeada de amigos, geranios y libros de cocina, solo se le conoció una coquetería capaz de volverla derrochadora.

A la abuela Luisa le obsesionaban los zapatos…

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