Zapatos de tacón italiano, novela de la escritora polaca Magdalena Tulli publicada por Rayo Verde, es una historia íntima y conmovedora, basada en elementos autobiográficos, protagonizada por una mujer que regresa a casa para cuidar de su madre. Zenda ofrece el comienzo este libro que, según William S. Merwin, es increíble, bonito, profundo y pone en duda los géneros literarios convencionales.
Imaginar una situación límite es lo más fácil del mundo.
Durante años hemos practicado esta habilidad, a diario por la mañana, sentados a una mesa cubierta por un hule a cuadros, junto a nuestros platos de sopa de leche. Colocábamos acertijos bajo nuestros pies, como si fuéramos esos espías norteamericanos que al parecer están entrenados para lanzar sobre los civiles bombas en forma de preciosos bolígrafos de colores a los que nadie se puede resistir. Por ejemplo: si estuvieras en medio del mar en una barca que se hunde por exceso de peso, ¿a quién tirarías por la borda: a tu hermano o a tu hermana? Los acertijos no tenían soluciones fáciles y cuando alguien empezaba a manipularlos explotaban y herían los sentimientos dolorosamente.
El lugar donde vivían nuestras familias era tranquilo en apariencia, pero estaba minado por el miedo y la ira contenida, y lleno de un nerviosismo indefinido, una tensión más o menos palpable que con facilidad encontraba una vía de escape en escenas de agresividad y humillación. Algunos afirman ahora que su infancia fue apacible, pero si se les pregunta por esos acertijos incluso ellos aportan montones de ejemplos. Éramos demasiado pequeños para saber de qué sucesos habían surgido nuestros tormentos, dieciséis años después del final de una guerra que se perdió. Dieciocho años después de Yalta, donde nuestro destino se había decidido de antemano, antes de que naciéramos. Dieciocho años eran para nosotros una eternidad y la eternidad resulta inconcebible. Stalin ya había muerto, pero Hitler seguía gozando de excelente salud. Nos enviaba a alemanes que salían de los sueños de padres y madres y que, por la mañana, cuando nos sentábamos frente a los platos de sopa de leche, marcaban el tono de nuestra pequeña frustración, alimentada por una frustración más profunda y más extensa, omnipresente como una corriente de agua subterránea, o más bien como regueros de hiel fluyendo bajo la superficie.
—¿Y quién ganó la guerra? —tuve que preguntar, porque al principio ni siquiera conocía ese dato.
—Los alemanes —dijo alguien.
—¿Qué dices? Los alemanes perdieron —replicó otro mejor informado.
Al parecer, los alemanes primero ganaron y luego perdieron, y los rusos al revés: perdieron primero y vencieron después. Nuestro país perdió tanto al principio como al final, cosa que nos veíamos obligados a tragar junto con la asquerosa nata que se formaba en la sopa de leche con fideos, algo pasada de cocción. Nuestro país tiene esa particularidad: nunca gana. Y de algún modo ya entonces lo notábamos a través de la piel. Nunca gana, pero, tal y como nos sugerían con insistencia en el parvulario, lo amábamos más que a nuestra propia vida. Por alguna razón ya entonces sospechábamos que negarnos a ello quedaba descartado. Pero si nuestro país siempre perdía, cabía la posibilidad de que nos preguntáramos con inquietud si no sería peor que otros países. O si nosotros mismos…
Por eso es mejor volver a los acertijos. Por ejemplo: ¿qué harías si unas figuras borrosas, con las cabezas quizá en forma de hervidor de agua, y conocidas con el nombre de alemanes, estuvieran persiguiendo a tu familia y pudieras esconder a todos sus miembros salvo a uno? Las emociones turban la mente, así que es mejor observar la cuestión desde la distancia. Quien observa desde la distancia tiene en cuenta la medida y el peso de los asuntos, además de una consciencia, digamos, divina. No se estremece y no se le llenan los ojos de lágrimas. Su tarea es la más sencilla del mundo: debe decidir quién queda con vida. ¿La madre o el padre? ¿O puede que alguno de los niños? Mala idea, los niños aman con mucha insistencia, no se desalientan, no se los puede apartar. No pienses que te vas a librar de esto. Hagas lo que hagas, tu decisión te acompañará siempre.
Hagamos esta otra pregunta: ¿saltarías a un pozo negro si los alemanes te fueran a perdonar la vida por hacerlo? Una decisión difícil, porque un pozo negro es repugnante y apesta, y los alemanes pueden engañarte. No te creas que van a permitir que salgas chorreando inmundicias. No se quedarán mirando tranquilamente cómo te marchas, dejando un rastro nauseabundo. Quien salta a un pozo negro puede darse por muerto en el acto, incluso aunque le hayan prometido una montaña de oro. Olvídate de inmediato de esas promesas que te han hecho antes de embadurnarte. Pero si lo que está en juego es la vida, ¿no te dicta la razón intentarlo al menos, para no arrepentirte, una vez muerto, de haber desperdiciado tu única oportunidad? Por esa razón lo más probable es que te dejes enredar y que te disparen cuando salgas del pozo. Te desangrarás hasta morir o bien te ahogarás, una agonía que se prolongará durante largas horas, puedes imaginarlo de antemano. Pero si se te ocurre eludir la respuesta, entonces permanecerás durante largos años junto a ese pozo negro, con un fusil apuntándote. Y la cosa no acabará hasta que no digas si prefieres hundirte en la porquería, primero con una vaga esperanza en el corazón y luego desesperado porque te habrán engañado, o si eliges directamente una limpia y segura bala en la cabeza. Llegado el caso, y aunque el reglamento no lo mencione, uno puede optar por lanzar una moneda al aire. ¿Cara o cruz? Que decida la última instancia: el azar. Allí de pie, con los cañones vueltos hacia ti, rebuscas en la cartera, pasas una a una las tarjetas de crédito, pasas los billetes, y al final te despiertas sudando: no tienes monedas, ni una sola.
Pero, a fin de cuentas, la guerra ya había acabado, y no el día anterior ni hacía un año. No importaba quién la hubiera ganado: los que recordaban la vida de antes de la guerra deseaban seguir viviendo igual que entonces. Nadie tenía fuerzas para aguantar nuevos sufrimientos. Algunas personas habían desaparecido y las demás empezaron a apañárselas sin ellas. Por lo visto no hay gente insustituible. Aunque tras la guerra perdida todo se volvió más complicado. Las piezas con las que nuestras familias debían recomponer sus vidas estaban torcidas e incompletas. Todo lo que hubiéramos construido con ellas se habría venido abajo. Quedó prohibido recordar tiempos mejores y si alguien no podía olvidarlos era mejor que se ocultara bajo tierra, que desapareciera de la vista de los omnipresentes retratos de los dignatarios, en lugar de intranquilizarlos y ofenderlos con su presencia.
Algunos padres trataron de olvidar y otros desaparecieron de la vista. Mi padre era el único que no necesitaba olvidar nada ni esconderse. No es que él fuera mejor que otros padres, pero sí lo era el mundo del que había venido. Mi padre vivía en este país con derechos especiales, llevaba un pasaporte extranjero en el bolsillo.
Se podría decir que se encontraba aquí por pura casualidad. Parecía haber caído de la Luna y por eso no dejaba de sorprenderse por cualquier cosa. Hasta cuando aguardaba en la parada del tranvía, se esperaba que lo hiciera con infinita paciencia y sumisión, cosa que resultaba inconcebible en él. A los organismos encargados de arreglar esto o aquello siempre les faltaba la tuerca o la junta necesarias, la herramienta adecuada o la firma pertinente. Antes o después, cualquier proyecto sensato resultaba imposible de realizar. Por lo visto, durante los primeros años mi padre observó estupefacto esa omnipresente falta de resolución. «¿Por qué no es posible fabricar una junta? ¿Por qué no se puede implantar una norma?», preguntaba con las cejas enarcadas en una lengua que le era extraña. La gente de aquí conocía la respuesta, pero preferían callar por prudencia. Y, aunque envidiaban sus derechos especiales, lo miraban con lástima: un hombre hecho y derecho, pero no se entera de nada.
Aquí al principio todos contaban con recibir alguna compensación, algo que los consolara por todo lo que habían sufrido durante la guerra. Pero tras la guerra al águila del escudo le quitaron de inmediato la corona de la cabeza, circunstancia que ya nos daba una idea de la manera en que nos iban a tratar. Algunos buscaron amparo en la subordinación: aceptaron cortar por lo sano con lo evidente y sólo levantaban la mano en las reuniones, cuando votaban como si se lo ordenaran, todos a favor y ninguno en contra. Ellos al menos sabían que no estaban solos, porque sus voces se fundían para formar un potente coro. Otros creían sólo en el mercado negro, que funcionaba a escondidas, alimentado por una confianza deficitaria que venía de antes de la guerra y por los dólares americanos, aunque al parecer quien los tuviera se arriesgaba a acabar en el patíbulo; y también por la ropa que enviaban las familias desde el extranjero y por los objetos que algunos habían logrado salvar de la conflagración, a los cuales se podía calificar como «de preguerra», expresión que significaba poco menos que «auténtico», al igual que el adjetivo «extranjero». El mero hecho de desear tener objetos auténticos ya se consideraba inadmisible. No era casual que no se los encontrara en las tiendas: la industria estatal, cuya deficiente y enloquecida producción se presentaba jactanciosamente en los periódicos como la prueba de nuestra victoria sobre la inseguridad y el desaliento, no era capaz de suministrarlos.
Estando en el parvulario conocí la goma de mascar. Llegó hasta mí a escondidas, procedente de un paquete que venía del extranjero y que había superado la frontera de los mundos contra todo pronóstico. Me enteré de la existencia de los chicles cuando un negociante novel —sobrino de un tío mío que había pertenecido a un ejército no reconocido por las autoridades— me regaló uno en un rincón oscuro junto al guardarropa.
—Escóndelo —me dijo—. No está permitido tenerlo. Si lo ve la señorita, te lo quita.
El blanco ligeramente brillante del envoltorio era inmaculado y el azul marino de las letras tenía una saturación y una pureza poco frecuentes. A través de él se filtraba un aroma excepcional que portaba una promesa: hablaba vagamente de que la vida podía ser muy distinta de como nos parecía en el parvulario. No sabía para qué servía el chicle, pero me extrañó que estuviera prohibido tenerlo.
Ese día, antes de la merienda, en aquel mismo rincón oscuro junto al guardarropa me asaltaron dos chicos, más avispados que la señorita y que como ella observaban lo que pasaba de mano en mano, aunque por motivos diferentes.
—¡Dame el chicle! —dijo uno mientras me retorcía la muñeca.
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Autor: Magdalena Tulli . Título: Zapatos de tacón italiano. Editorial: Rayo Verde. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro
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