Babelia publicó este fin de semana un fragmento de Caín. El último manuscrito. Una guerra declarada a las abstracciones de los hombres es una de las tareas a las que, con una mezcla de sorna y amargura, consagró su escritura Gregor von Rezzori.
Adelanto de ‘Caín. El último manuscrito’
Pequeño hombre: Te llamo así porque has nacido con esa maldición, la de ser un hombre y que te eduquen como tal. Aunque quisiera, no podría evitarte ese destino. Y tu destino es el de ser un hombre algún día, con total independencia de lo que yo te diga. No soy muy diestro escribiendo declaraciones de amor […] Dar expresión elocuente a mi amor sobre un trozo de papel sólo fui capaz de hacerlo en mis años adolescentes, si es que puede hablarse de adolescencia ante lo que yo fui en esos años: la intersección donde se cruzaban una infancia prolongada marcada por la nostalgia y una misantropía precoz. Un misántropo –valga decir– de la noble estirpe de un Karl Kraus (del que por entonces apenas habría sabido nada de no haber sido por Stella, que me lo inculcó línea por línea, frase por frase). Pero tú entonces apenas habías nacido y no sabes de lo que hablo. Y, como siempre, hablo demasiado. Ahora bien: esto que ahora te escribo, debe entenderse como una declaración de amor. […] Un día crecerás, hijo mío, y te tropezarás con estas sabias máximas de tu padre que te parecerán molestos y pesados lugares comunes, como si en lugar de ayudarte a ser tú te impidieran serlo. ¿He de decirte que eso es algo que se repite de generación en generación? No sólo se repite la rebelión contra los padres, sino también, a través de ellos y más allá de ellos, contra todo lo dado y predeterminado por la naturaleza en la vida y en el mundo. Contra todo el lastre del que tampoco ellos, los padres, han conseguido liberarse. Los hijos no conceden a sus padres el derecho a hablar sabiamente de aquello con lo que ellos mismos no han sabido lidiar. Por eso, pequeño hombre, no voy a agobiarte con todo lo que pesa sobre mí: los problemas insolubles de este mundo, de los cuales forma parte también la relación entre padres e hijos. Te quiero, y ahora quiero decírtelo: ninguno de mis amores –y no fueron pocos– fue más puro, desinteresado y límpido que mi amor por ti. Cuando naciste, te alcé a la altura de mis ojos para verme renacer en ti, para verme purificado de todas las máculas de las que soy portador. ¿Te las enumero? No sería únicamente la historia de una vida con todo lo que ésta tendría de comprensible y –tal vez– de perdonable, sino la historia de sueños incumplidos o cumplidos falsamente, la de azares y circunstancias fortuitas inextricablemente unidas y sobre las que el hombre enmarañado en ellas no tiene influencia alguna; la historia, pues, de una época del mundo. ¿Y cómo podría explicarte todo eso sino con un libro? Un libro que dinamitaría todas las categorías literarias, que, en su variedad, en sus estratificaciones y complejidades, sería inenarrable. El libro que no sólo podría explicarte quién soy, sino que también te esclarecería –a fin de esclarecérmelo a mí mismo– lo que fue el azogado espíritu de la época en la que nací y crecí, en la que viví, en la que vivo y viviré, los miles de días respirados y por respirar aún, días que, como en un caleidoscopio, conferirán al contenido de los días precedentes sentidos nuevos y transfigurados, metidos unos dentro de otros como los lentes graduables de un telescopio a través del cual puedes ver a un tiempo lo más distante y lo más próximo, todo mágicamente alejado de tu realidad, proyectado hacia un plano abstracto. ¿He de confesarte, hijo mío, que he portado este libro en mí desde siempre? ¿Que vivo como si mi existencia no fuera real si no la hubiera dicho, si no la hubiera narrado en mi libro? ¿Qué me obliga y permite confiar, qué me empuja a la certeza de que sólo puedo ser realmente si me abstraigo de mí mismo, si emprendo la retirada de mí mismo? Además, ¿hacia dónde? ¿Hacia unos centenares de páginas de papel impreso? ¿Estarás en condiciones, hijo, de respetar esa forma de existencia de tu padre? ¿Aun cuando ésta tampoco se vuelva real? ¿Aun cuando él lleve su libro –¡y se lleve a sí mismo!– sólo como un bello propósito, o peor aún: como una promesa que nunca cumple, porque es demasiado débil para ello? ¿Muy poco hombre? ¿O, quizá, demasiado hombre? Lo sé desde ahora; apenas acabas de nacer, pero ya lo sé: no podré sino decepcionarte, hijo mío querido. No crecerás como tantos otros hijos cuyos padres no existen como mito, sino que se plantan cada día ante sus ojos en toda su realidad: hombres verdaderos. Activos. Fiables. Cabales y modestos. No unos charlatanes ni unos embusteros. El hijo de un carpintero, de un mecánico, de un tornero ve a su padre en su puesto de trabajo haciendo alguna cosa útil. ¡Dichoso el hijo del agricultor, del pescador, del dueño de una tienda, del albañil! Él ve a su padre mientras realiza sus actividades, aun cuando éstas no lo satisfagan del todo y dejen en él un poso de anhelos inexpresados que lo impulsan a hacer otras cosas completamente inútiles: criar palomas, por ejemplo, o la afición en su tiempo libre, con minucioso y paciente trabajo de años, a armar una torre Eiffel con mondadientes. Como si con eso crease algo situado por encima de sí mismo, de su destino de zapatero remendón, de albañil o de tornero. Aunque sea algo inútil, aunque sea sólo un pasatiempo, será realizado como si se tratase de un servicio divino. Aunque esté al servicio de cualquier divinidad sospechosa.
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