La España actual y la España de los próximos años conviven en Cartas a una reina, un libro colectivo que reúne las misivas que 35 autores, de diversos ámbitos y sensibilidades (tanto monárquicos como republicanos y nacionalistas), han escrito a la princesa Leonor. Esta obra de Zenda, patrocinada por Iberdrola, es una edición no venal que se puede descargar de forma gratuita en esta página.
A continuación reproducimos la carta escrita por Luz Gabás, que lleva por título «Mismas palabras, nuevos discursos».
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Alteza:
Por mis estudios universitarios y otros posteriores, soy hija intelectual de la posmodernidad y la deconstrucción y de los textos que hablan de la sociedad del vacío, del pensamiento débil, del consumo, del poder de las masas, del cansancio y de la nostalgia; usted —como mis hijos, una chica y un chico de su edad— pertenece al mundo de la posverdad, de la transparencia, del me too, la cultura woke y la cancelación y la inteligencia artificial. Era inevitable que las ideas del posmodernismo —negación de una verdad única, revisión de las grandes narrativas y aceptación de la pluralidad de perspectivas— desembocaran en la algarabía actual, si bien nunca sospeché que el respeto a la diversidad fuera a convertirse en un constante juicio moral. A la misma asombrosa velocidad a la que mis hijos han crecido, he vivido yo la transformación de la llamada sociedad líquida —fluida y volátil, pero aún tangible— en una sociedad gaseosa, de opciones y variables aleatorias, como las partículas de un gas que revolotean expandidas, sin volumen ni forma definida y con poca fuerza de atracción.
No percibo, sin embargo, en mis hijos —de mente científica, en contraste con mi tendencia al drama literario— un sufrimiento existencial por la abrumadora actualidad. Conviven felizmente con un exceso de información completamente politizada, con miles de opiniones de periodistas, escritores, tertulianos, blogueros, influencers y espontáneos a los que hacen menos caso que yo. No echan de menos un discurso único porque no conciben la vida sin pluralidad. Incluso me atrevería a decir que su percepción de la traumática experiencia de la pandemia del COVID-19 fue diferente a la mía.
Antes del coronavirus, cuando ellos eran adolescentes, anoté en un cuaderno que las preocupaciones en España eran la crisis económica, el desempleo, el desafío independentista, el nuevo mapa político —ya no caracterizado por el bipartidismo—, la pérdida de la confianza en las instituciones, el miedo al integrismo islámico y la agresividad latente en lo público, en redes y en medios. En marzo de 2020 añadí al listado las cuatro consecuencias negativas de la pandemia que extraje del artículo «La emergencia viral y el mundo de mañana» del filósofo Byung-Chul Han: cierre de fronteras en un mundo que presumía de ser globalizado; poca confianza en un Estado que, en teoría, debería velar por los ciudadanos; aumento de la vigilancia digital, lo que deriva en una evaluación de la conducta social; y apatía hacia la realidad como consecuencia de las fake news. Pocos meses después apunté que el filósofo esloveno Slavoj Žižek, en su tratado Pandemia, veía la catástrofe y la conmoción como una oportunidad para instalar un nuevo orden social, una reformulación del comunismo basada en la confianza de la gente y en la ciencia, que sustituyera al liberal-capitalista. Sin estar de acuerdo con él en el modelo propuesto, coincidí en que tendríamos que aprender a sobrellevar una vida mucho más frágil con constantes amenazas y en que podríamos haber aprovechado la ocasión para provocar una transformación positiva en la sociedad.
Pero pasó la pandemia y las preocupaciones en España volvieron a ser las mismas, con algunas variaciones: se echó la culpa a la guerra de Ucrania por la crisis económica y energética; en el tablero político movían ficha la extrema izquierda, la extrema derecha y los independentistas; lo que solo parecía un desafío por parte del independentismo se convirtió en la amenaza real de un nuevo orden territorial; aumentó la pérdida de la confianza en las instituciones; y la agresividad en lo público, en redes y en medios fue patente, como si todo el aislamiento y la inactividad sufridos durante la pandemia en el mundo real se hubieran traducido en un derroche de pasión y en una desagradable vehemencia en el mundo virtual; como si la sociedad gaseosa hubiera derivado en una suerte de sociedad vírica en la que seres infecciosos microscópicos se multiplican en las células de otros organismos para vivir.
A mí me parecía que ya no quedaban ni los restos de cualquier discurso sólido al que aferrarse; no obstante, ha pasado el tiempo y el mundo no se ha acabado. Los jóvenes seguís elaborando vuestros nuevos discursos relacionados con el medio ambiente, la salud mental, la identidad sexual y de género, el revisionismo histórico, el bienestar animal y la alimentación alternativa, entre otros asuntos. Habéis vivido vuestra primera guerra, la de Ucrania, por televisión. Os preocupa el cambio climático. Engarzáis dialécticamente el fin del planeta y la extinción del ser humano con la posibilidad tecnológica de crear seres poshumanos y de continuar la vida en otro lugar del universo. Os cuestionáis todo lo heredado: ¿es realmente la historia tal como me la cuentan? ¿Acaso no deberíamos sentirnos culpables por las acciones de nuestros antepasados y pedir perdón? ¿Es el capitalismo el modelo a seguir, aunque esté equilibrado con un Estado del Bienestar? ¿Peligra o resulta reforzada la democracia cuando al que opina diferente al relato dogmático se le acusa de antidemocrático y antipatriótico? ¿Qué hay de malo en vigilar virtualmente las acciones y el pensamiento si es por el bien mayor de la seguridad ciudadana?
Del cuestionamiento no se libra la histórica institución de la monarquía. ¿Tiene sentido su existencia en tiempos gaseosos y víricos? Más allá de la respuesta obvia —«depende de a quién se le pregunte»—, me atrevo a sugerir que muchos jóvenes no interpretarían una respuesta afirmativa o negativa con la misma carga política con la que yo lo haría, lo cual considero una ventaja para la Corona. Tal vez como consecuencia de la indiferencia y apatía que les provoca la política, convertida en un espectáculo de agresividad verbal y mentiras, ellos tienen su propia percepción de la monarquía. Conocen y asumen el rol que debe desempeñar una princesa destinada a ser reina de un país cuya forma de gobierno es la monarquía parlamentaria, y son conscientes de la pérdida de libertad que implica dedicar la vida al servicio público y estar siempre sometida al escrutinio.
En el contexto actual de atomización, de señalamiento, etiquetado y definición de grupúsculos, de individualidades movidas por el sentimiento más que por la razón, su figura, Alteza, se comprende como unificadora, en tanto en cuanto está por encima de todos, sobre todo de los partidos políticos. Inspira confianza que exista alguien que pueda evitar que las cosas se desmanden, por ejemplo, por culpa de algún político insensato. A una reina en la España actual se le presupone una preparación inigualable; se sabe cómo ha sido educada; se conoce el trasfondo; se intuye que no existe el riesgo de psicopatía o maldad; se percibe una garantía de solidez, coherencia y calma.
En resumen: los seres que, como las partículas de un gas, nos movemos con mayor o menor libertad en un contexto caótico, miramos de reojo en nuestro viaje a esa vasija cercana en la que poder encontrar cobijo, llegado el caso. Un recipiente claramente definido, serio, disciplinado, al que apreciamos como una madre que sabe poner a los miembros de su familia por encima de cualquier cosa, que proporciona seguridad y refuerzo positivo, que se divierte contigo hoy y mañana te acompaña en momentos de lágrimas, que te comprende porque ha pasado por lo mismo que tú, que es a la vez guardiana de la tradición y abanderada de la modernidad.
Habrá ruido, Alteza. Siempre lo ha habido y siempre lo habrá. Pero, aunque no lo parezca por el incesante bombardeo de información negativa y por la megafonía estridente de las redes sociales, existen muchos jóvenes educados para el esfuerzo y el progreso de la sociedad; jóvenes que estudian, trabajan, se divierten, se enamoran, respetan las reglas, son honestos, sueñan y tienen grandes ilusiones. Ninguna generación es mejor que la siguiente o la anterior; y si algo agradezco a mis hijos es que me hayan revelado que la mía no es mejor que la suya.
Su vida y las de mis hijos discurrirán paralelas en la cronología de la historia, Alteza. Los tres os enfrentaréis a retos similares. Seréis los responsables, los beneficiarios o los sufridores del futuro que ya estáis empezando a crear. Y, sin saber cómo, de pronto un día serán otros, más jóvenes, quienes os desbanquen. De vuestro esfuerzo personal dependerá que os irriten o que os sorprendan de manera agradable y aprendáis.
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Cartas a una reina es la octava colaboración entre nuestra web literaria e Iberdrola, después del gran recibimiento de los anteriores volúmenes: Bajo dos banderas (2018), Hombres (y algunas mujeres) (2019), Heroínas (2020), 2030 (2021), Historias del camino (2022), Europa, ¿otoño o primavera? (2023) y Las luces de la memoria (2023).
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