La España actual y la España de los próximos años conviven en Cartas a una reina, un libro colectivo que reúne las misivas que 35 autores, de diversos ámbitos y sensibilidades (tanto monárquicos como republicanos y nacionalistas), han escrito a la princesa Leonor. Esta obra de Zenda, patrocinada por Iberdrola, es una edición no venal que se puede descargar de forma gratuita en esta página.
A continuación reproducimos la carta escrita por Jesús García Calero, que lleva por título «La constitución histórica de España».
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Alteza:
Hace bastantes años que todos o casi todos percibimos un problema creciente: la quiebra de las bases políticas, sentimentales, culturales y simbólicas de aquello que nos conforma como país, de aquello que compartimos y que permite que todos, desde la diversidad, nos sintamos parte de un conjunto llamado España. Es una percepción, pero crece. Quienes seguimos la actualidad sabemos que es así y que, seguramente, responde a una lógica suicida: los poderes levantan muros y a veces da la impresión de que nadie trabaja por lo común.
El problema es muy complejo, pero yo recuerdo un día especial en el que me pregunté con aspereza: «Pero, ¿qué nos ha pasado?». Corría 2020 y acababan de estrenar el documental 10 años de nuestra estrella, sobre la victoria de la selección española en el Mundial de Fútbol de Sudáfrica de 2010. Contemplar las imágenes y recordar aquella celebración, la energía que atravesaba cada ciudad, la fuerza positiva con la que todos festejábamos, y verlo precisamente en aquellos oscuros días de la pandemia, de los encierros, con las libertades acotadas y la división creciendo como un abismo entre los españoles, fue para mí una dolorosa evidencia.
¿Qué podemos hacer? Cada vez más, en nuestro entorno personal, incluso familiar, han entrado debates no sólo de política, a veces de cuestiones sociales, en los que se ha instalado un afán, casi una liturgia, de señalamiento, de dibujar adversarios, de destruir matices o no atender a razones, y se ha creado esa percepción insólita, como de archipiélago, que casi todos conocemos y no sabemos cómo dejar atrás. Tengo la impresión de que ya hay quien vive de alimentarlo, de que sintamos una división insalvable, de que interioricemos una frontera en lo más profundo, una cicatriz hipotética que proyectamos con pereza sobre todas las cosas. Y crece la polarización, abonada en las redes sociales que también nos atrapan. Como todas las fronteras, no es más que una línea imaginaria.
He de decir que contemplando el espectáculo de la política durante los últimos años ha resultado difícil encontrar razones para la esperanza. Da la impresión de que hemos perdido un gran capital de talento, de capacidad, de servicio, y los ciudadanos desencantados hemos caído en melancolías infructuosas y sentimientos negativos que no son más que negligencia mal disimulada. La responsabilidad perdida está en el centro de todo. Ni valoramos lo bueno que tenemos, ni exigimos cuentas de manera rigurosa. Aceptamos la inconsecuencia de mentiras y corruptelas que ni siquiera avergüenzan a los culpables. Son ya muchos años y no será fácil revertirlo.
Ver lo que nos ha pasado desde 2010 en el terreno del debate público, la política y el respeto institucional es un espectáculo tan poco edificante que no somos capaces de ver otras cosas positivas que permanecen en segundo o tercer plano, marginales. Ni sacrificios enormes, evidentes, como el de los sanitarios en la pandemia, se salvan. Como periodista cultural he contemplado muestras enormes de talento en los creadores, la inteligencia de muchos debates cuando tienen lugar en un contexto de respeto y escucha. Pero la cultura, el gran espacio simbólico que une y que permite crear puentes, también ha caído en banderías políticas, censuras y señalamientos. Incluso desde instituciones públicas.
Creo que hemos perdido la virtud de lo neutral, los espacios donde todos nos podemos sentir incluidos sin dejar de ser como somos. Si pudiésemos establecer, o al menos incentivar, dinámicas de neutralidad para trabajar por lo común, los agrandaríamos. Pero no es fácil, porque también las fuerzas disolventes ocupan el tablero y su crecimiento depende de que sigamos sin percibir nuestro potencial. Hemos dejado que el sectarismo invadiese el espacio cívico.
La historia muestra que somos desde hace siglos una nación que cuando trabaja en una misma dirección es capaz de logros asombrosos, que ayudaron a configurar el mundo como lo conocemos: la navegación oceánica que puso en marcha la primera globalización, la primera misión humanitaria en 1803, y mil historias que conducen a una cultura y una lengua compartida con casi 600 millones de personas. No hemos cometido ni más ni menos errores que otras naciones, pero desconocemos hasta qué punto somos los herederos de un pasado inabarcable. No podemos ser indolentes ante nuestro presente, ni por supuesto ante el futuro, ni desde luego ante ese pasado en el que debemos reconocernos. Pero no hemos logrado ni un relato común de nuestra historia.
Quizá el día que tuve la ocasión de oírla por primera vez en el Teatro Campoamor, durante la entrega de los premios princesa de Asturias, algo se removió en mí. Su discurso fue una llamada de atención para la juventud contra esa indolencia. Aquél «me importa» reiterado en su discurso, sonó como un eureka, aplicado al periodismo de Michnik, a la dramaturgia de Mayorga, al estudio del antropólogo Matos Moctezuma, incluso al arte jondo de María Pagés y Carmen Linares, entre otros. «Me importa», «me interesa», «me impacta…» fueron aldabonazos que nos permitían mirar a otra España posible donde se valora el mérito sin importar la filiación.
Desde entonces he seguido con mucho interés sus alocuciones y los estadios de su formación y creo que será usted una reina capaz, con un conocimiento preciso y profundo de su papel constitucional. Es una muy buena noticia. En su empeño veo muy claro, al igual que en el de sus padres, los Reyes, aquello que más nos falta en España, desgraciadamente, y que más necesitamos: una institución neutral y un trabajo enérgico y respetuoso por lo común, para alentar ese espacio en el que todos volvamos a encontrarnos, cada uno con sus ideas y sus peculiaridades, si es que un día recuperamos suficiente lucidez cívica y usted persevera. La animo a que sea tenaz.
Hay una frase en la que pienso cuando la escucho. Contemplando la turbulenta historia de España en la que la nobleza territorial a menudo instigó crudos enfrentamientos, o instituciones venerables se prestaron a la lucha partidaria y élites reconocidas abandonaron su responsabilidad o fueron perseguidas, Gaspar Melchor de Jovellanos dijo que la monarquía es la constitución histórica de España. Yo también lo creo, porque sólo bajo su poder histórico fueron superadas las viejas, atávicas banderías, en equilibrios a veces insuficientes, pero salvíficos. Su abuelo logró en 1977 volver a reunir a todos los españoles. Su padre mantiene ese espíritu y ese espacio en un momento especialmente difícil como el actual, en el que pocas instituciones quedan fuera de una lucha política que no respeta las reglas que nos hemos dado. Por eso mismo creo que es aún más importante el papel de la monarquía hoy, esa constitución histórica que decía Jovellanos. Imprescindible si queremos convivir todos. Todos sin exclusión. Ya no tenemos otra, allá donde mire.
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Cartas a una reina es la octava colaboración entre nuestra web literaria e Iberdrola, después del gran recibimiento de los anteriores volúmenes: Bajo dos banderas (2018), Hombres (y algunas mujeres) (2019), Heroínas (2020), 2030 (2021), Historias del camino (2022), Europa, ¿otoño o primavera? (2023) y Las luces de la memoria (2023).
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